28 de febrero de 2010

Los chanchos comen bajo el cerezo



De los cincuenta kilómetros que teníamos por delante, apenas llevábamos andado unos seis o siete. Caminábamos con nuestras mochilas al hombro, felices por el sol y por el viento, y el bosque aún nos miraba de lejos.
Sobre él, el volcán Llaima se erguía en su cono irregular. Con la perspectiva que la vieja colada volcánica generaba, reseca, la lengua negra de tierra y basalto retrepaba la ladera hasta perderse bajo el hielo en la cumbre. Semejaba una rampa. Una enorme rampa hacia el cielo muy azul de aquel verano de 1996.
Yo iba delante. Siempre caminaba más aprisa que Juan.
La hora lo mismo daba, aunque debía ser ya el mediodía cuando cruzamos un caserío cordillerano. Algunas gallinas emprendieron la fuga a nuestro paso. Incluso un gallo cantó desde la inclinada empalizada de maderas grises, que cercaba el frente de una casa y delimitaba el jardín. En medio, un gran cerezo echaba una blanda sombra sobre el césped bien cortado.
Tres niños nos espiaron por el cerco. Nos saludamos.
El camino se pegaba a la ladera con porfiada síntesis de formas: arriba en una loma, abajo tras la loma, pero siempre empolvado de ceniza gris o cubierto de un fino limo amarillo que hacía nubes al pisarlo.
Al cabo de una loma me detuve a beber. Juan me alcanzó en la cima: los brazos siempre cruzados en el pecho al caminar, el cuerpo apenas inclinado hacia delante por el peso de la mochila.
Dijo:
-¿Viste el cerezo?
Le pasé la botella de agua casi vacía. Tras él, el paisaje cobraba forma de valle y un río brillaba al fondo entre el bosque. Los reflejos copiaban el diagrama de las rocas.
Dijo:
-¿Y si vamos y pedimos unas pocas cerezas?
Un ronquido nos sorprendió por la espalda.
Volteamos hacia el volcán.
Vimos un grupo de chanchos tras el alambrado. Serían ocho, pequeños, custodiados por la chancha madre que hurgaba con el hocico al pie de un árbol. El árbol era un cerezo. Y ellos comían los frutos caídos: diminutas esferas rojas en el suelo gris y reseco.
Estudiamos el asunto. Los chanchos no representaban amenaza alguna mientras no tocáramos el suelo. El alambrado parecía firme y una enorme rama lo cruzaba por encima.
Si lo trepábamos, trepábamos también al cerezo.
Miramos en ambas direcciones. El camino estaba desierto y no se escuchaba motor alguno ni veíamos nubes de tierra levantarse en las cercanías.
Juan siempre fue el más hábil para trepar, también el más audaz. Por las dudas sostuve sus piernas hasta que saltó al cerezo. Llevaba una bolsa de plástico blanco que no tardó en bajar hinchada. Antes de destrepar, con un guiño de complicidad soltó unos puñados de frutas a los chanchos. Recuerdo cómo, toscamente, levantaban la cabeza al ver caer las cerezas y luego las hurgaban en el suelo resoplando polvo.
Aún caminamos un poco más hasta que nos alejamos del árbol y los chanchos. Llegamos a un puente y dejamos las mochilas junto al camino. Bajamos a beber el agua helada. También enfriamos las pocas cerezas que quedaban, viendo cómo algunas eran arrastradas corriente abajo.

7 de febrero de 2010

Me acabo de matar


Para data sobre la autora del cuadro, acá

A las seis de la tarde del martes 16 de diciembre de 2003, la abuela Meme llevó temblorosa la tasa de té a su boca. Frente a ella y en el mismo sillón chesterfield de terciopelo verde, Fanny sonreía apenas iluminada por el reflejo del sol en el parquet. Eran amigas hacía setenta y dos años.
Fanny estaba impecable, al menos eso repetía la gente cada vez que salía de su casa. Tenía ochenta y siete, y en sus ojos celestes quedaba un destello de picardía joven. Había acompañado a Meme en todos los momentos importantes de su vida, y ahora, sin saberlo, estaba por presenciar el último gran gesto de esa señora de cabellos azulados en la peluquería, brillantes aros grandes y redondos, maravillosamente vestida para la ceremonia del té: la misma que, desde mucho antes de la muerte de Osvaldo, habían instituido en 1974.
Fanny era una buena amiga. Desde que los primeros síntomas del parkinson se habían manifestado en las manos de Meme, la había acompañado al médico y cuidado. Primero tarde tras tarde, luego mes tras mes, hasta que alcanzaron juntas la convicción de que ese temblor sería para siempre. Y para siempre a la edad de setenta significa poco tiempo, incluso para una señora llena de ilusiones como era Fanny.
Desde hacía veintidós años que Meme estaba sola. Osvaldo había muerto de alguna dolencia hepática que la familia decidió ocultarle y ella supo perfectamente se trataba de cirrosis. Cómo no saberlo. Si había acompañado a ese hombre toda la vida. Creía verlo, algunas tardes, yendo al garaje a lustrar el Chevrolet del 46, de solo treinta y seis mil kilómetros, que dejó como única herencia de orgullo. Había sido un viejo tacaño y mañoso. Formado en la función pública, llegó a Juez de Faltas antes de jubilarse: el Chevrolet representaba la solidez metálica de sus esfuerzos y por eso había decidido conservarlo intacto.
Con ese hombre de moral estricta, ropas impecables y peinado a la gomina, Meme había pasado más años de los que era capaz o quería recordar. Fanny había estado siempre allí y lo sabía todo acerca de Osvaldo. No hacía mucho tiempo que Meme le había confiado un secreto por ella largo sabido: la muerte de ese hombre había sido el comienzo de un respiro y también de la reconciliación con su hijo Ricardito.
Y aquella tarde, Meme quería contarle cosas de su hijo. En primer lugar estaba el abandono. Esa fue la palabra que utilizó. La menor de sus nietos se recibía esa semana en el magisterio y ella no estaba invitada a la ceremonia. Cómo podía ser que la nieta terminara su educación y que a ella no quisieran llevarla. Eso, para no hablar de que Ricardito ya no la visitaba como antes. Una vez por semana cuando hacía algunos años pasaba todas las tardes. Era su nuera, Leticia, la que lo había convencido de que no lo hiciera. Seguro sentía celos, envidia, odio por la suegra. Nunca pudo superar el hecho de que en el auto Ricardito sentara delante a su madre cuando paseaban en la familia.
Y también estaba el nieto mayor. Un bueno para nada que no hacía otra cosa que pasarse la vida leyendo estupideces. Hasta ella se daba cuenta de que el muchacho estaba perdido. Y qué hacía su nuera al respecto: nada. Ella, que era psiquiatra o como se dijese, no hacía nada por el muchacho. En otro tiempo, cuando Meme había criado a sus hijos, nada de eso podría haber tenido lugar. Sus dos muchachos resultaron fuertes y sanos, educados en el rigor y respeto. No como sus nietos, todos sucios y vagos.
Fanny sabía que su amiga exageraba. Pero cuando se ha alcanzado cierta edad no se pide permiso para inflar las cosas. Tampoco para escucharlas pacientemente. O casi, pues Fanny padecía de cierta sordera progresiva que venía apagando su mundo lenta, continuamente. Era como si alguien le bajara el volumen a las cosas. Y hacía un gran esfuerzo por seguir las mismas historias que había escuchado en décadas.
María, la criada, entró en la sala. Preguntó si deseaban más té y Meme aprovechó el momento para indicarle que fuera al supermercado por las compras. Había dejado una larga lista de cosas sobre la mesada de la cocina. Resignada María abandonó a las amigas, segura de la compañía de Fanny. Tomó el carrito de las compras, lo arrastró por el comedor frente a las dos señoras, que hicieron silencio para que no escuchara sus lamentaciones mil veces escuchadas, y partió.
Meme volvió sobre la recibida de su nieta. Cómo era posible que la dejaran de lado, insistía. ¿Acaso Fanny se daba cuenta? Sí, claro. Se había vuelto vieja y ni su familia la tenía en cuenta. Había pasado a un tercer lugar en el orden de importancia, e incluso sentía que no ocupaba ninguno de categoría, ni para su hijo ni para nadie. Fanny había pasado por lo mismo e intentaba tranquilizarla. Cuando se llega a viejo, decía sin convicción, no puede esperarse un protagónico. Era algo que habían conversado infinidad de veces: primero cuando Fanny quedó sola y sus hijos, todos en Buenos Aires, comenzaron a espaciar los viajes a Mendoza convencidos de que su madre estaba a gusto. Y más tarde, cuando ella se negó a mudarse a la Capital o guardarse en un geriátrico. Ahora le llegaba el turno a Meme.
La natural luz del comedor entró lentamente en el terreno de las sombras. El año pasado habían levantado un edificio frente a la casa y ahora ya ni el sol entraba por la tarde. Viéndose en penumbras, Meme dijo que iría a dormir una siesta, que se sentía cansada, que María pondría todo en orden cuando regresara, y que si quería, Fanny podía marcharse; al fin y al cabo, ella dormiría. Se puso de pie pausadamente con ayuda de la amiga y tomó el andador. Fanny no quería irse hasta que llegara María, por lo que cuando Meme estuvo erguida, ella tomó asiento de nuevo dispuesta a esperar. Ya hacía tiempo que Fanny había detectado el delirio depresivo de su amiga, de modo que con la criada se habían propuesto no dejarla nunca sola.
Sostenida en el andador Meme avanzó mansamente hasta la habitación contigua, en otro tiempo el estudio de Osvaldo. Entornó la puerta, segura de que su amiga no la escucharía y se dispuso a correr el placard. Con extrema dificultad apoyó la espalda contra la pared, de forma tal que pudiera hacer fuerza sobre un lugar seguro. A continuación, en un arranque que no parecía estar a la altura de sus circunstancias, desplazó el enorme mueble unos escasos diez centímetros. Allí, junto al zócalo y en el suelo, estaba la funda de terciopelo negro que buscaba. Con dolores en la espalda se agachó y temblando sopesó el bulto. Sosteniéndose del placard volvió junto al andador. Encorvada, la media luz del cuarto la hacía parecer aún más débil.
Desenvolvió el paño y con extraña seguridad tomó el arma por el mango. No revisó la recámara. Tampoco hizo girar el cargador. Para qué, si ella no entendía nada de armas. Osvaldo había dejado allí ese revolver hacía décadas, y ella lo había descubierto por casualidad cuando todavía limpiaba su casa, antes de que sus hijos contrataran a María. De esto hacía por lo menos quince años. Meme apenas podía escuchar a su amiga en el living, acomodando la vajilla con ruido de porcelanas. Se sentó en la cama y observó la habitación. En la biblioteca había algunas fotos que conocía de memoria. Osvaldo montado en el Chevrolet una mañana de otoño de 1964. La colación de Ricardito en la facultad de ingeniería, diciembre de 1974. Meme y Osvaldo en Córdoba, verano de 1968. Leticia y Ricardito la noche de bodas, diciembre de 1975. Nada más que ver.
Tendida en la cama, llevó el revolver al pecho y apoyó el caño sobre su esternón, ligeramente torcido, como para garantizar que la bala entrara limpia al corazón. Apenas temblaba. De pronto disparó.
Un calor desgarrador le entró en el cuerpo con violencia de misil. De inmediato comprobó que una mancha húmeda nacía en la blusa blanca y que la sangre tibia le recorría la piel sobre el estómago. Nada más que hacer. Aguardó en silencio, escuchando cómo se apagaba la calle. Pero la insistencia de un ladrido cercano la mantenía lúcida. Pensó en lo patético de la muerte, un chasco y absurdo ladrido por toda despedida, y tomó conciencia del persistente calor y del humo del disparo en el ambiente. Supo entonces que algo no había salido bien. No estaba muerta aunque debía estarlo: acababa de dispararse un tiro en el corazón y más allá del insoportable y punzante dolor físico, ella entendía, tensa como estaba, que no había muerto aún.
Permaneció tendida en la cama, mientras la conciencia del dolor crecía en el cuerpo como un ardor místico. Deliraba en el goce del suicido. Por sus ojos desfilaban las caras sorprendidas de Ricardito y los otros, viendo el cajón en el velatorio, sufriendo su heroica partida. Podía imaginarse a sí misma viéndolos desde dentro, a ellos, que la habían olvidado. Por fin podía abandonarlos con igual mezquindad.
Pero el calor crecía con la taquicardia, y la muerte total, definitiva y redentora aún no llegaba. Con un dedo rozó apenas la zona del disparo. Estaba mojada y caliente. En un esfuerzo calculado volvió a concentrarse en los familiares y en cómo la habían querido y dejado sola. De pronto la imagen de Fanny volvió con vigor. ¿Sería posible que ella no hubiera escuchado el disparo? ¿Que no supiera que estaba muriendo? La muy porfiada se había quedado para evitar que hiciera locuras. Tonta. Siempre tonta. Otra vez se sentía superior a la amiga. Como en una sentencia irrevocable, por fin le demostraba que en el fondo, ella, Meme y no otra, había manejado siempre los hilos de sus afectos. Debía decírselo a Fanny, hacerle saber que hasta en la muerte ella no ocupaba el segundo lugar.
Para ponerse en pie rotó sobre la cama y llegó al borde. Dejó caer las piernas ya sin cuidado y un sablazo de dolor le puso la vista en blanco. Ahora sí llegaba la muerte. Eso era ineludible. Era el dolor más grande que hubiera sentido nunca. Ni aún en el parto de Ricardito, que la había agotado hasta casi matarla, el dolor había llegado tan lejos. Ahora como entonces también la puntada se iba, luego de un pico insoportable se desvanecía hasta desaparecer.
Ni bien pudo erguirse, dejó la pieza y con el andador avanzó con pausa por el pasillo. A contraluz de la ventana del fondo, su cuerpo resultaba una masa encorvada que lenta y metálicamente a causa del andador progresaba en dirección al living. Fanny la vio venir mientras acomodaba las últimas tasas sobre la mesa. La luz en la espalda impedía que ella viera la blusa manchada de sangre, roja como la bandera de la muerte zurcida al pecho, hasta que salió por fin a la sala.
El estallido de la porcelana marcó el inicio del vértigo. Fanny la había dejado caer al llevarse las manos a la boca. No podía moverse, paralizada por el pánico como estaba. Qué había sucedido. Qué había hecho. No tenía criterio, no era posible siquiera tenerlo. Meme avanzaba implacable, sosteniendo aún el revólver, con una sonrisa superior y dolida en los labios. Estaba loca, completamente loca. La cara desencajada, los ojos fuera de todo quicio, avanzaba con el andador hasta que llegó delante de la aterrada Fanny. Con suficiencia anunció:
-Me acabo de matar.
Fanny se desmayó en el acto.

Cuando despertó, estaba en el hospital y un médico le tomaba el pulso. Le explicaron cómo había llegado hasta allí, la llamada de María pidiendo una ambulancia, el trayecto y las seis horas que llevaba desvanecida. Ni bien el médico terminó, Fanny, insegura, preguntó por su amiga. Se había disparado en el pecho, dijo el doctor, que luchaban por su vida en la sala de terapia intensiva, y también que la policía vendría a verla a ella de un momento a otro, ni bien recuperara la presión. Sospechaban, explicó sin creerlo, que hubiera sido quien disparara el arma.
Meme estuvo internada una semana hasta que vino la muerte a llevársela. En ese tiempo de a ratos estaba conciente y desde la cama pedía a todos que la dejaran morir sola. Los echaba con un hilo de voz. Incluso debieron atarla a la cama para que no se sacara el catéter que la mantenía en diálisis permanente. La mañana del 26 de diciembre amaneció sin vida para ella. Se había ido.
Al día siguiente, en el velorio, Ricardito se acercó a Fanny y pidió disculpas por el horroroso momento que había pasado. Disculpas por el interrogatorio, por los formularios, por todo, incluso la madre. Ella no tenía nada que ver con esto y siempre había hecho lo mejor por su amiga. De verdad lo sentía y perdonaba, contestó la otra, Meme hacía tiempo que andaba deprimida y se había vuelto loca. Loca, repitió Fanny sin convicción, antes de voltear y del brazo de María abandonar la sala.

PD: Cualquier parecido con la realidad, no es mera coincidencia, es adaptación libre de una historia real.

Animación .GIF: atento a estas cosas

Todas estas animaciones fueron linkeadas desde acá. Ffffound.com es una fiesta para los ojos. Y estos .gif un recurso que veremos cada vez más en la web. lamentablemente, acá no corren. Pero conviene chusmearlas en la página.



Nuevas metáforas del Chico Metáfora y su amigo (invisible) Luz Mercurial





21 de enero de 2010

el doble de John Lennon




Para él, haciendo el papel de John, lo peor era llegar a viejo. Cómo podría un doble de los Beatles que ocupara precisamente el lugar de John llegar a viejo. Se suponía que uno debería morir, no sé, digamos en la puerta del Botánico o bajo las arcadas de los trenes en la estación Pacífico de Palermo. Pero no venir a morirse de viejo si se era el líder de los Beatles.
Y esa pregunta Emiliano se la hacía todos los días. Al salir de la ducha, cuando observaba las medias emparejadas sobre la cama y pensaba que Yoko quedaría tan sola, sobre la cama, y la veía a ella también tendida dibujando el cuerpo firme bajo las sábanas. La recorría de los pies a la cabeza. Luego daba vueltas a la habitación comprobando que envejecía y que pronto le llegaría su hora.
Era frente al espejo que pensaba en el funeral. No en un funeral cualquiera, en la Chacarita. Sino en aquel con limousinas negras y coronas del tamaño del Citroen 2CV colgadas en los autos negros y brillantes que lo conducían al cementerio. Pensaba en su asesino. Y sentía pena por el papel que le tocaría, el del villano, que acababa con la leyenda matando al cuarto Beatle, al mosquetero que dio vida a Paul, Ringo y George.
El caso de los otros era bien distinto. Bien distinto. Y lo sabía.

16 de enero de 2010

¿ABC1?




Argentina, si por orden y decreto de los gerentes de marketing fuera, sería un país donde todos, absolutamente todos, ganaríamos unos cien mil pesos año y tendríamos acceso a cualquier consumo. Al menos eso sucede cuando se conversa con ellos acerca de quiénes son los consumidores de vino. Y eso que las estadísticas desmienten toda aspiración: con menos del 1% del mercado en vinos por arriba de 15 pesos, las conversaciones del ABC1 se parecen más a un chiste de mal gusto.

Un fenómeno parecido ocurre en USA, según comprobé hace unos años. Había conseguido una cita con un importador de vinos del medio oeste, en un intento por instalarme un tiempo más por esas tierras. Quedamos en un restaurante del centro de Milwaukee, una ciudad de millón y medio de habitantes sobre el lago Michigan. Mi hermano Juan vivía allí y conocía bien el restaurante.

Como muchos de los restós en esa latitud este era un rejunte de estilos en los que el neón de los ochenta convivía a la perfección con el base ball de la temporada y unas recién estrenadas rosas de plástico chinas (rociadas con gotas también de plástico) de buena imitación.

El tipo llegó unos minutos tarde. Y mientras lo esperábamos con Juan observamos la gente alrededor. Se suponía que este era un sitio de vinos y al menos así parecía decirlo la carta y lo había afirmado el importador. Pero en ninguna mesa había más que algún Zinfandel o Chardonnay sudando en su frapera. Si dábamos crédito al precio de las comidas y las bebidas, en ese momento todos aspirábamos a ser ABC1 a la americana.

Cuando apareció el fulano, llevaba un estuche de cuero y parecía venir de hacer trámites bancarios en el microcentro porteño. Recordé, en ese momento, que todos los importadores que conocía –y eran varios– tenían más o menos el mismo aspecto y me olvidé del asunto.

Lo primero que dijo es que sólo buscaba vinos para el segmento ABC1 que pudieran venderse en el supermercado en forma masiva. Confundido, pregunté:

-¿A qué le llama específicamente ABC1?.

El tipo sonrió con media boca, como sólo un comerciante sabría hacer. Lo segundo que dijo fue:

-All’Bout Chardonnay.

Ahora caigo en la cuenta de que el comercio del vino –por suerte para todos– en buena medida está en manos de mercaderes natos como este, gente que no tienen escrúpulos en llamar a las cosas como las necesita. Gracias a esta mezcla de intereses francos y creados, el vino sobrevive a los gerentes de marketing. Salud a estos hombres de cartuchera en mano, que portan pocos papeles, tienen el trato ágil y la mente veloz.

Por supuesto, la operación que pensábamos hacer murió con el primer brindis, cuando el tipo comprendió que yo, de comerciante, tenía la misma pasta que él para cronista. Cuando nos supimos a mano, la conversación fluyó entretenida y el Zinfandel Rosé bien frío que bebimos, hay que decirlo, estuvo a la altura de aquel verano caliente con rosas que no se derretían por nada.

Las aventuras del Chico Metáfora (más fotografías de más dibujos)

Algunos otros dibujos de este personaje que ya vive y que, como Pinocho, habla con los grillos, miente y sólo piensa en divertirse viendo el mundo como le gusta. Espero no terminar como Gepetto, dentro de cierta Moby Dick, escribiendo cartas a nadie y pidiendo rescate a los personajes que me habitan. Pasen y vean...





Aquí el Chico metáfora imagina los bombos peronistas.






















Acá es cuando vio por primera vez a Luz Mercurial. Fue en el Subte, cuando era chiquito y desde tan abajo le daban miedo las piernas de los grandes.




25 de diciembre de 2009

La increíble vida del chico metáfora, primera entrega...

Lo que sigue son fotos blanco y negro, a falta de un buen scanner, de algunos dibujos sobre la vida del Chico Metáfora y su inseparable amigo invisible, Luz Mercurial. Disfruten...













este es a lápiz, como unos pocos que tengo.













8 de noviembre de 2009

Diez días claves en la vida de un amante del vino




Día uno. Hay un primer momento en que el bebedor de vinos despierta a un mundo nuevo: cuando se da cuenta que pagar una moneda más por un vino le da mucho más placer. En ese momento empieza a formar el paladar y el vértigo por lo desconocido le hace cosquillas en el estómago y los bolsillos. Rápidamente pasa de invertir 7 pesos a 15, 20 pesos (precios de hoy), descubre la diferencia y comienza un camino sin retorno.
Día dos. En la carrera por conocer sobre esta bebida hay otros hitos importantes: por ejemplo, el día en que descubre que un Malbec le recuerda a las ciruelas pasas de la infancia. No podría decirlo con claridad, pero sabe que aparecieron dentro de su cabeza cuando olisqueó el filo de la copa. Es ahí cuando el amante del vino atraviesa el umbral de la percepción y de ahí en más sus sentidos exploran para conocer.
Día tres. Una jornada clave, consecuencia del primera, es cuando descubre que pagar mucho no es garantía de mejores vinos. Suele ser un momento frustrante, una toma de conciencia o el reconocimiento de un límite. Y en ese punto (el techo hoy está en torno a los 100 peso) el buen bebedor de vinos llega a un certeza: debe afinar la puntería y ajustar el gasto a la calidad.
El día cuatro, un vino cualquiera le rompe la cabeza. A menudo es un imprevisto, una botella sin fama que la preceda que ni siquiera eligió él. Pero le alcanza con probarla para sentir que está ante algo nuevo y leyendo la etiqueta vuelve a sentir el vértigo en el estómago. De esos vinos suele decirse que son amores de verano, porque dan ganas de más aunque se terminan.
Quinto día. A poco de ese reencuentro con el gusto, en una feria de vinos, un sommelier lo desdice: “no señor, donde usted percibe peso, hay liviandad; donde asegura frescura, hay morbidez”. Opacado frente al conocimiento ajeno, el amante del vino piensa que no ha aprendido nada de nada. Esta herida narcisista es un punto necesario en la búsqueda del gusto personal.
El sexto, llega la revancha. En una cena cualquiera aparece otro que la viene de entendido. Enseguida el amante del vino escucha el mismo salmo, las mismas estrofas de un rezo monótono de siempre, ahora sobre una botella que recibe elogios y aplausos. Esta vez no se deja vencer. Con la seguridad de quien ha probado y conoce, hace caso omiso a la cancioneta y observa qué botella se termina primero: sabe que esa será la mejor, con mucha menos palabras.
Día 7. La locura de comprar, probar, comparar y asistir a ferias para probar, comparar y comprar encuentra al amante del vino algo aburrido. Es cuando circunstancias externas al vino le devuelven la pasión. Una noche comparte una copa equis con alguien especial, y un varietal anodino pasa a ser recordado con luz. En ese momento se acciona otro gatillo del conocimiento: las cosas saben mejor cuando las cata el corazón.
Octavo día. En este camino de autoconocimiento, el octavo día clave se encuentra frente a una góndola buscando una etiqueta que fue bien recibida por la crítica. Lo encuentra, tiene la botella entre manos y la inspecciona con respeto, aunque finalmente abandona la empresa: hoy tiene ganas de tomar uno que le gusta mucho, no de probar otro que dicen que está bien. Cuando reconoce qué le gusta, el amante del vino casi ha completado los diez días esenciales en su vida de conocedor.
Día 9. Con la pasión crecida y atemperada, el amante del vino una tarde descubre en una vinoteca una marca y cosecha que le gustaba mucho cuando empezó este camino y que había olvidado por completo. La recuerda con cariño y la compra con curiosidad: comprobar el paso del tiempo es algo que siempre deslumbra. Y si bien puede que esté ajerezado (sería el fin justo a un mal envejecimiento) eso ya no le importa: aprendió cosas, y el reencuentro es lo que valora este día.
Décimo. Una tarde, mucho tiempo después, se encuentra leyendo en una revista el Top 100 de los mejores vinos del año. Del centenar, sólo reconoce una decena y se desanima. Es ahí cuando una última verdad lo ilumina: jamás probará todos los vinos del mundo, como nunca podrá cumplir todos sus sueños. Con esta nueva certeza, ya en paz, termina de leer el ranking, descorcha una de sus etiquetas favoritas y, justo cuando estaba por servirla, termina la nota.

24 de octubre de 2009

Vida de Perros


No me extrañaría que pronto los perros de las publicidades sean estrellas de la tele. Como este, que ahora promociona los productos saborizados de una famosa marca. Es que hay que ver la vida que llevan los canes urbanos: salen a pasear en manada y ya ni ladran; después sociabilizan como quien conversa en el club sobre los acontecimientos de la semana; y finalmente de vuelta a casa con dos salidas más al toilette. Y el resto del día, a aguantar: que ya no hay ni árboles para marcar territorio, ni territorio que marcar. La vida de perros al fin hace honores al sentido de la frase.
Recién ahora conviene preguntarse: ¿será posta el gusto de los trocitos balanceados o se tratará de otra engaña pichanga para el picho de nuestros amores?

12 de octubre de 2009

Gastropolítica: la nación vuelve al estómago


[La foto me la robé del blog ffffound, altamente recomendable. El texto fue escrito a Enero de 2008]

Abel González, colega, en 2007 lanzó una Molotov reaccionaria sobre la culinaria peruana en Buenos Aires. En una nota se quejaba de la peruanización de la gastronomía porteña como sólo una horrorizada señora de Recoleta podría quejarse si un cebú indio ganara medalla en la exposición de la Rural. Y si González no tenía razón en lo incendiario de sus comentarios, al menos acertó en poner el dedo en la llaga, que no es poca cosa: existe hoy una proto-conciencia de culinaria nacional, más propia del péndulo de las ideas humanas que de la realidad de nuestras cocinas.
Si hará cinco años la comida fusión y los vinos robustos llenaban la boca del consumidor cosmopolita, y en las redacciones de los medios especializados –y no tanto– sólo cabía la posibilidad de lo tai, lo japonés e incluso lo nepalí que se consumía en Nueva York, Londres y Hong Kong, hoy no puede menos que darse vuelta la página del menú y clamar a grito pelado por unas milanesas con fritas.
No sin una sonrisa leve, como correlato necesario de la culinaria política, repaso: primero fue la pizza y el champán en una irreverente fusión propia de quién clama ser un recienvenido; luego el sushi exclusivo de la timba bursátil para los que acabaron con todo; y al fin, el meteórico ascenso del buen y lanudo cordero patagónico a las esferas celestes de la sofisticación, que no será el de dios, pero es cordero al fin. Desde su ubicación geográfica este blando animal ungido en ícono trazó la cancha nacional para la vuelta a lo propio, que, si bien nunca dejó de estar en los menús, gozó de mala prensa en los años de la apertura (no hay mejor palabra que apertura para describirlos).
Al cabo de década y media de incesante inmigración andina al país, sin embargo, llegada con las mismas legítimas esperanzas con que miles de nativos partieron al Norte lejano, la comida del Perú –por cierto, riquísima– hace su estelar aparición en Buenos Aires y no falta quienes chiflan por la peruanización de lo local con vozarrón de alarma. No digo que entonces no se llamara la atención sobre el forzado cosmopolitismo de otras eras culinarias. Sólo que ahora la nueva ola contraría el buen gusto de algunos con el color oscuro de los pueblos andinos, sazonados de nuevas y nuevas olas migratorias que van desde los coolies chinos del XIX a la maraña japonesa y el aluvión de la puna al llano costeño durante el XX. Provoca cierto escozor pensar que lo nuestro ahora tiene que valer, cuando dejó de hacerlo de cara al apetecible mundo más allá de los mares.
Hoy está bien escribir sobre una tradicional cocina porteña –como defiende González– y mucho más si en rigor se pueden meter algunos detalles gastronómicos de provincias que cotización en alza: como las Patagónicas, la etílica Mendoza, quizás algo del litoral con sus peces de dimensión sáurica. Incluso hay quienes llevan la materia a las bebidas y empiezan a clavarse las medallas en busca del trago Argentino y ese tipo de declamaciones chauvinistas. ¿Será que El Otro cultural, cuando no es como lo deseamos y se acerca más de lo que queremos, causa pavor y causa el repliegue al refugio de una cultura local, autóctona?
Que nuestra cocina es la decantación de varios horizontes formativos, no puede caber lugar a dudas, un rasgo que comparte incluso con la andina. Y que los vinos nacionales, por ejemplo, buscan parecerse a otros del globo, tampoco puede alarmar a nadie. De ahí que, cuando hace poco salió a la venta uno llamado Tercos, con la leyenda “por favor este año no lo exporten, déjenlo acá”, me pareció que era el momento para tocar la misma llaga que Abel, pero con un signo diferente, más tolerante según creo.
Claro que la tolerancia jamás fue motivo de disputa y mucho menos de negocio publicitario. Con pocos frutos en el periodismo, estas reflexiones quedaron en el rígido de la PC un tiempo más, por falta de mérito redituable. Así las cosas, es esperable que el clima se caldee a favor –un tonto a favor– de lo que alguien dice nos pertenece, sólo porque ese mismo alguien también dice que lo que llega del Norte cercano, ahora, no es válido y hasta resulta intruso y sospechoso. Será cosa de ver cómo el péndulo va y viene sobre los mismo temas y comprender de paso su propio vaivén.
Auque ¿quién quiere comprender cuando hay un chivo expiatorio? Y valga la aclaración: para expiar mejor el chivo de la tierra adentro que el cordero elegido del señor.

Otro deseo gourmet

11 de octubre de 2009

La novela de Khayyam


Omar ibn-al Khayyam era hijo de un fabricante de tiendas. Eso es lo que nos dice su apellido y lo que nos cuenta Amin Maalouf en uno de los libros más maravillosos que haya leído. Samarcanda, mezcla rara de biografía de Khayyam y retrato de Oriente Medio y el Islam hacia el milenio cristiano, en el corazón de sus páginas despliega la curiosa historia del único libro que el matemático, astrónomo y filósofo persa –tales algunos de los títulos que tuvo en vida Khayyam- escribió en secreto y que le valió el reconocimiento de occidente casi ocho siglos después: Las Rubaiyyatas.
Rubaiyyata –literalmente cuarteta en árabe, ya que consta de cuatro versos- era un género menor de poesía que este hombre universal cultivó como pocas obsesiones en vida. Como es habitual con los textos antiguos, del libro que el propio Khayyam escribió poco se sabe y muchas de las cuartetas que se le adjudican han sido anexadas después, por pícaros y eruditos en busca de verdad e impacto.
Con la pluma levemente ornamentada de un oriente exótico, Maalouf reconstruye la vida del máximo genio de su época y nos lleva por las calles y zocos de un mundo que nos permanece vedado en la distancia y el tiempo. A través de las luminosas páginas de Samarcanda, viajamos con Khayyam en caravanas de camellos soñolientos, contemplamos las estrellas en la fría noche del oasis, bebemos vinos brillantes como el oro y nos detenemos en posadas y caravasares atestados de mercaderes astutos, hombres sensibles y predicadores de toda calaña.
Maalouf, escritor libanés exiliado en Francia por razones políticas desde 1975, logra uno de esos pocos libros inolvidables, un claro homenaje al poeta, una visión deliciosa de Oriente Medio. En sus páginas se percibe el perfume de los damascos o el terror en el brillo acerado que las dagas de los Asesinos causaban los viernes por la tarde en las mezquitas, contrapuntos logrados de una civilización ascendente.
Como para Khayyam el vino fue un compañero dilecto, en su pesimista y lúcida visión representaba el placer y la fugacidad del placer y la vida, el libro de Maalouf recorre las tabernas y las bebidas del mundo islámico en ebullición y cultiva con delicada sensibilidad sabrosos detalles de la vida cotidiana.
Pero el destino de las Rubaiyyatas no pudo ser otro que la caducidad que cantaba Khayyam para esta única estancia terrena: comprado por un coleccionista norteamericano, el manuscrito que habían hallado los orientalistas alemanes y traducido el británico Edgard Fitzgerald, viajaba de Europa a América cuando se hundió en la caja fuerte del Titanic, con el golpe propio de un destino sellado. Todo esto nos cuenta Maalouf en Samarcanda con prosa precisa y alada.

13 de septiembre de 2009

Síndrome de Jerusalén


(la foto linkea a su propietario en flikrt)
A Nicolás: por contarme esta historia que exagero a gusto.

No sé si será verdad. O si en todo caso es una buena fábula moderna con contenido religioso. Pero así me lo contó un amigo. Y como buen amigo que es, por qué desconfiar. Él estaba de paso por Jerusalén. Un paso largo, más bien. Porque como judío creyente, en un punto ladino conocedor de su minoría religiosa, penitente en algún grado, qué va, había llegado a la ciudad que por siglos disputaron cristianos, judíos y musulmanes, con el único fin de pasar allí una temporada religiosa. La estadía incluía estudios. Secundarios, para ser precisos. También un puñado de retiros y meditaciones que, entre las sesiones de marihuana, dados y música en la trasnoche del kibutz, alternaban bien con el propósito religioso.
Sí, un Kibutz. Una de esas instituciones que tienen la pizca socialista del sionismo primitivo, pero que ha llegado a ser un asilo, un campus para creyentes con ganas de trabajar y conocer la tierra prometida, a un prometido módico precio. El kibutz se dividía en casas, y en una de ellas, contó, compartía habitación con un yankee del medio oeste; Matheu dijo se llamaba. En la otra, un francés y un italiano, que a los efectos de esta historia no cuentan con más detalle que su nacionalidad y cierta afición por el trago. Mi amigo, como los demás, apenas tenía 17 años.
Mientras me lo contaba pensé en lo que hacía yo a esa edad. Y la perspectiva, el tufo y el polvo de una Jerusalén milenaria, me llevaron a pensar también que eso de ser creyente encerraba algún tipo de secreto maravilloso. Especialmente porque fumar yo entonces no fumaba, pero más que eso, porque tampoco vivía sin mis padres, en otro continente y con gente como un yankee, un italiano o un francés.
Los cuatro estudiaban juntos, además. Qué, no sé si me quedó muy claro. Pero creo recordar que mi amigo contó era algo así como teología judía. Nada serio, igual, algo para principiantes. Entonces como ahora me pregunté cómo podía ser una teología para principiantes. Pero mi amigo dijo que así era, y por qué desconfiar si creo que lo que contó pudo ser verdad.
Parece que por las noches, casi como un ritual o una oración previa al sueño, los cuatro se juntaban a jugar a los dados. Sospecho que un poco del simbolismo de los soldados romanos podría pendular en la sala. Cuatro soldados jugándose el porro de Jesús a los pies de una cruz hipotética. Pero quizás esto sea algo que se me ocurre a mi, en este momento, a miles de kilómetros de Jerusalén y con un embrión de conciencia religiosa. Entonces los dados rodaban; el que perdía, daba de fumar.
Así pasaron los días, los meses. Con cada golpe del cubilete y los cinco dados batiendo, echaban sobre el mantel combinaciones posibles dentro de treinta caras combinables. Muchas posibilidades, supongo. Y supuso mi amigo también, fue por tanta combinación que no notaron, al menos al comienzo, que el yankee empezó a saltearse reuniones. Un lunes no vino y el resto de la semana sí. Después, tampoco el jueves.
Como era de esperar, dedujeron, tenía un compromiso de plegaria a las piernas de otra estudiante del kibutz, con la que lo había visto caminar por las tardes amarillas del desierto, o bien a la sombra pobre de alguna palmera de las que circunvalaban el alambrado. Nada más falso, dijo mi amigo. Pero eso sólo lo sabría semanas más tarde.
Los estudios de religión marchaban como con la fe: cosa de no creer para terminar creyendo que marchaban. Un poco de los textos más antiguos. Otro, de interpretaciones modernas que incluían al Estado de Israel en permanente amenaza. Todos teñidos del conflicto palestino que hacía estallar alguna que otra convicción en algún punto del país, al menos una vez cada muerte de rabino. Todo liso, todo normal, como le escuché decir.
Pero hacia la cuaresma cristiana la cosa empezó a complicarse. Ya que Jerusalén es tierra dividida, en tiempos en que a cada una de las cinco creencias que la habitan le toca algún punto clave de su liturgia, las otras cuatro, como si nada pero con algo: no pueden pasarla desapercibidos. Así fue cómo, aquella cuaresma de 2.000, la ausencia del yankee caló un poco más en el juego de los dados. Porque ya no era un día. Tampoco dos o tres. Ahora se prolongaba por una semana y al comienzo de la segunda, mi amigo puso el grito en el cielo:
-No puede ser que este pelotudo no venga –dijo que dijo.
Y a continuación decidieron revolverle las cosas, la ropa, los libros de teología en busca de una pista. No encontraron droga. Nada de la chica ni nada que pudiera parecerles significativo. En cualquier caso, el yankee estaba más limpio que cuando lo habían conocido. Ma-theu Rey-nolds, recuerdo mi amigo silabeó en el café aquel de la calle Entre Ríos, antes de pasar a contarme los detalles más funestos de lo que entonces llamó El Síndrome de Jerusalén.
Se acercaba la pascua y el yankee no aparecía. Las autoridades del kibutz los habían citado, cada uno a su tiempo, a mi amigo, al francés y al italiano, para saber algo más sobre Reynolds antes de pasar parte a la policía. Ese era el procedimiento. Los tres habían dicho lo mismo: sin que ellos lo notaran Matheu había comenzado a ausentarse. Ninguno mencionó la marihuana ni los dados, como era previsible. Pero como un kibutz es, según mi amigo, lo más parecido a una comunidad hippie organizada, ni las autoridades las pidieron ni ellos necesitaron dar precisiones acerca de algo que estaba tan claro, como la verdad del Santo Sudario.
Pero el yankee no aparecía. La chica que suponían frecuentaba, una tarde de finales de marzo fue abordada por el francés, literalmente. Con la excusa de que tal vez ella podría decirle algo, la envolvió con sus Puentes del Sena y al poco rato salían de lo más despeinados por detrás de unos arbustos. Mi amigo los vio. Él fue testigo. El italiano, en cambio, ni mú. Para él, cada cual con lo suyo era la ley de moisés, en tanto cada sanción tomara en cuenta sus intereses, los de su familia y su pueblo, y en ese orden. Que el francés obrara como detective participante, lo mismo daba. No así para mi amigo.
De manera que esa noche, una antes de la pascua, mientras arrodillados a la mesa del living fumaban y sacudían el cubilete, mi amigo, al golpearlo con fuerza contra la mesa y antes de destaparlo, salomónicamente anunció:
-Si estos dados son ganadores, vos –vouz, confundió señalando al francés- estás perdido.
El otro lo miró con cara de generala.
-Si son los ganadores –repitió- tendrás que explicarle a Matheu que te curtiste a su mina.
No fue necesario. Matheu en persona lo escuchó, con el pomo de la puerta en la mano. Ahí estaba. Alto, flaco, con una barba de varios días, semanas, suspendida sobre el pecho decidido y escoltada por un túnica blanca y sucia que le llegaba hasta poco más abajo de las rodillas. Silencio denso. Una pausa como de resurrección. Hasta que el propio Matheu, viendo a sus compañeros de vivienda, a sus acólitos arrodillados a la mesa jugándose sus bienes a los dados, dijo:
-Soy yo, el hijo de Dios, el mesías, el elegido –al tiempo que estiraba las manos, las palmas hacia arriba.
Lo que siguió fue una gran confusión mística, según mi amigo. El yankee, de pie junto a la puerta, envuelto en la túnica apenas ondeante era como un espectro resucitado de sí mismo: flaco como nadie lo había visto jamás, barbudo como nadie llegó a sospechar podía estarlo, él, Matheu Reynolds, aseguraba ser el hijo de Dios, el nuevo mesías, el elegido. Caminó lentamente hasta el medio de la sala. Sus pies levitaban apenas; y la mirada, de una serenidad espeluznante, transitaba las cosas como si no estuvieran o no las quisiera ver.
Arrodillados los otros lo observaban. Y dijo mi amigo que lo vieron andar hasta la habitación, tomar sus cosas lentamente y meterlas de a una, cada una ceremoniosa, parsimoniosamente en un bolso liviano. Mientras, los sermoneaba sobre la pobreza y la verdadera fe que encarnaba. Parecía que el francés comenzaba a creer. Algunas lágrimas rodaron por su mejilla y casi arrastrándose fue a besarle los pies, implorando perdón por haberse robado a María Magdalena, la cual, con su entrega, y esto dijo mi amigo dijo el francés, probaba la veracidad de su fe y su juramento, porque ella, la mujer del elegido, se había acostado con él entre los espinos del huerto.
El italiano, aún a la mesa, no se había movido. Borracho y fumado, permanecía recogido en sus pensamientos, absorto ante la posibilidad negada por el judaísmo de que apareciera un mesías. El mesías. El hombre esperado por más de cinco mil años. Se debatía ante las posibilidades. Sopesaba el misterio místico de cara a un yankee que había conocido como yankee y que ahora aseguraba ser el hijo de Dios: justo un yankee. Medía la convicción del otro. La sobaba. Y a cada minuto que transcurría, a cada poner del mesías las cosas en su sitio, lenta, parsimoniosamente, mi amigo veía crecer en el italiano una línea de fe, un centímetro cuadrado de convicción en la existencia.
-Pero todo eso era una farsa –dijo mi amigo con amargura- todo –incluso repitió.
El yankee, sí, tenía convicción en lo que hacía. Estaba seguro de ser el elegido, una claridad difícil de igualar por los caminos de la fe estándar de un kibutz. Pero había algo que no cerraba. Algo, que cuando vio meter en el bolso la computadora portátil, le sonó a cuento más barato que místico y llamó por teléfono a la oficina del kibutz. Eran, dijo, cerca de las diez de la noche.
Dos horas después, el mesías partía con chaleco de fuerza, escoltado por dos robustos enfermeros del hospital psiquiátrico de Jerusalén. Según mi amigo, el enfermero parecía canchero al convencer al mesías de que se pusiera su nueva túnica, más rígida, más acorde con el trato que recibe un loco antes que el iluminado. Canchero, fue la palabra que usó. Y la que esa tarde, en aquel café de la calle Entre Ríos, nos llevó a callar mientras mirábamos el piso como quien cuenta baldosas.
-¿Y si era verdad? –dijo al fin mi amigo.
Lo miré en seco. Era evidente quería creer.
-¿Y si era verdad que el yankee era el nuevo mesías?
Largo e incómodo silencio.
Después contó que Reyonolds había estado cuatro meses internado y que la convicción voltaica del electro shock había sido mucho más que su pobre delirio místico, fichado, catalogado por la psicología moderna como Síndrome de Jerusalén. Cuando salió de la clínica mi amigo todavía estaba en la ciudad. Dijo que lo vio llegar demacrado al kibutz. Que tomó las pocas cosas que le quedaban y se lo llevaron los padres, uno a cada lado, más graves que una marcha fúnebre, hacia un auto y el aeropuerto y después el medio oeste americano. Mi amigo dijo que la semana anterior había recibido un mail suyo, luego de año y medio. Le contaba que estaba bien y que lo habían dado de alta. Ahora tenía otra novia: era moza en el bar donde se habían conocido. Nada decía de esos días en los que sintió ser el elegido. Ni una palabra. La moderna ciencia del encausamiento había hecho tierra arrasada de sus convicciones.
Mi amigo me miró desesperado, culpable.
-Lo matamos de nuevo –dijo.

1 de septiembre de 2009

Alto de las arañas



(mi cámara no era la mejor, pero se pueden ver las arañas en el contraluz)

De todos los viñedos que he visitado, ninguno me ha sorprendido tanto como uno ubicado en los valles arequipeños, en el Sur de Perú, al que llegué en 2005 como corresponsal de la Guía de vides y vinos Asustral Spectator. Se trataba de una pequeña bodega productora de Pisco llamada La Joya, instalada en nuevos regadíos ganados al desierto de altura y hecha con el más absoluto fruto del pulmón humano.
Llevábamos una buena hora y media conversando con Octavio Torres de la Gala, su propietario, y por alguna razón, notaba, este ingeniero mecánico cincuentón prefería aplazar la visita al viñedo. Se hacía tarde, el sol ya teñía la fina arena del suelo como si fuera una porosa cáscara de naranja, cuando me puse de pie y le pedí que fuéramos a ver la viña. Pronto tendría que partir.
La pregunta que me hizo fue de lo más inesperada:
–¿Le tiene miedo a las arañas?
Me tomó un segundo interpretarla.
–¿A qué se refiere, exactamente, con miedo a las arañas? ¿A algún tipo en particular?
El hombre me miraba evidentemente incómodo.
–Muchas, muchas arañas –dijo.
–En ese caso será digno de ver, supongo.
Y partimos cuesta arriba por El Fundo El Denuncio, como se llama el viñedo, hacia el paño de vid que se extendía al pie de una blanda loma, unos trescientos metros cerro arriba, en la más completa y desnuda aridez.
Antes de llegar al viñedo, Torres de la Gala cortó una vara de un cardo seco y me aconsejó que hiciera lo mismo. En ese momento tenía en mente la escena de Indiana Jones buscando el Arca Perdida en una cueva oscura, en la que unas arañas grandes como manos desciende lentas por las paredes. Veinte metros antes de la viña la película se deshizo en una imagen más contundente: las plantas estaban cubiertas por una niebla blanca. Completamente cubiertas, apenas nevadas por telas de araña que formaban nudos acá o allá.
Nos miramos.
–Se lo dije.
Se atajó el productor. Miles, miles de arañas del tamaño de una moneda deambulaban por el piso, se dejaban caer suaves desde un brote con las patas duras y abiertas y, llevadas por el viento, describían círculos amenazadores en su vuelo. En cuanto a su tipo, a simple vista se distinguía que eran grises, moteadas y culonas.
–¿No son venenosas, verdad?
–Qué va –sonrió Torres de la Gala-, son bien mansas. Si todavía quiere entrar, lleve la vara delante.
Avanzábamos envolviendo las telas como hacen esas gimnastas que dan vida a una cinta, sólo que cada tanto debíamos golpear el palito en el suelo y deshacernos de las arañas que comenzaban a escalarlo. En cuanto a las que correteaban por el camellón y los surcos, intentaba esquivarlas, pero la sensación de que ascenderían por las zapatillas era de lo más persecutoria. No ahorré víctimas y pisé unas tres docenas. Me parecía oír el crujido bajo mis suelas.
Cuando emergimos de ese mundo confortable sólo para Peter Parker, nos sentamos en un lagar de hormigón, apenas elevado sobre el viñedo. Torre de la Gala dijo que la invasión se repetía todos los otoños y que llegada la primavera se iban. Entre los siete años que llevaba al frente de la Joya lo había intentado todo: químicos, fuego, agua. Las arañas volvían puntuales cada temporada y cubrían el viñedo y allí se reproducían. Nadie sabía explicar el fenómeno y los técnicos de la Universidad de Arequipa estaban tan desconcertados como él: los cultivos cercanos de pimientos, tunas para cochinilla y cientos de hectáreas con sandías escapaban por completo al asedio. Sólo la vid, dijo, parecía atraerles.
El sol se había puesto ya en las montañas cercanas y el volcán Misti, a nuestra espalda, conservaba el último tramo de su afilado cono iluminado. Cuando Torre de la Gala me dejó en el poblado cercano ya era de noche. Antes de subir al bus el hombre me dio un fuerte apretón de manos y deslizó en el mismo acto una botella de su azarado pisco.
–Gracias por venir –dijo– ha sido muy valiente al entrar al viñedo. De todos modos le pido disculpas.
No recuerdo qué fue lo que respondí, pero seguro fue un no se preocupe, ha sido usted muy amable. Ahora que escribo este relato sobre la asombrosa geografía del vino, pienso en los muchos productos que toman el nombre de cosas insólitas. Pienso en el famoso Alto Las Hormigas y no puedo menos que sonreír: quizás algún día encuentre en un escaparate un Pisco llamado Viña Arañas.

(Si pinchás acá encontrarás el lugar exacto donde tuvo lugar esta crónica)

23 de agosto de 2009

Los pianos no caen solos


A Víctor le cayó un piano encima. Literalmente: un piano, encima. Como es de imaginar Víctor no salió vivo del episodio. Pero a un año de su muerte, mientras vamos al cementerio con su ex novia –ahora mi novia- pensamos que no fue una muerte tan desacertada para él y los suyos, que no estaban bien de dinero. De paso, su brusco desaparecer tras el peso de las cuerdas y la madera, a nosotros nos trajo una armonía como salida del mismísimo piano, algo que es de ver.
No vayan a pensar que mis palabras son malintencionadas. Con Víctor éramos grandes amigos. Hacíamos mudanzas desde hace una punta de años y la del piano fue la última de ambos. Que él no trabaje más es entendible. Pero que yo no lo haga, esa es otra historia. Y aunque Liliana me dice que no se la cuente a nadie, a ustedes se las voy a contar, para que Víctor no quede tecleando, como se dice.
Es verdad que arreglé las sogas para que se zafaran. Y también es verdad que la grúa que usábamos no fallaría si no era intencionadamente mal manejada. Como Víctor confiaba en mi y yo en él, y a los dos nos gustaba Liliana, no encontré ningún impedimento en hacer las cosas de tal manera que el piano se cayera justo sobre la cabeza de Víctor el día del accidente.
Esa misma tarde renuncié a mi trabajo. Me parecía insoportable la idea de hacerlo sin él y los jefes comprendieron todo tan bien, que incluso me dieron un dinero extra por la pérdida del amigo. Los únicos que hicieron preguntas molestas fueron los del seguro, aunque la madre de Víctor cobró el dinero tiempo después. Pobre mujer: le hacía falta una buena mano y Víctor pudo dársela con mi ayuda.
Pero ahora que vamos al cementerio con Liliana y llevamos las flores a su tumba, siento que debo contarle a alguien cómo se dieron las cosas. Así podremos descansar todos en paz y eso siento que sucederá desde hoy.
Lo único que me pone nervioso es pensar que en mi nuevo trabajo, en el puerto, algún día se me caiga encima un cargamento. Ante la duda ya apliqué para las grúas y un jefe que me aprecia me ha dicho que la semana que viene sale el nombramiento. Por eso le dije a Liliana de traer las flores hoy. No sea cosa que Víctor se encabrone donde quiera que esté y me joda justo ahora, antes de cambiar de puesto.

15 de agosto de 2009

Un grano de arena viajando en el cosmos



Cuando Toñito cumplió los diez años su abuelo lo llevó al observatorio. Esa misma noche, viendo los anillos de Saturno encintar al planeta, supo que algún día ajustaría el cinturón de seguridad rumbo al espacio sideral.
Hay hombres que tienen determinación y niños que padecen de vocación y voluntad. Toñito era esa clase de personas. Al día siguiente de la revelación, en el patio del colegio le dijo a su novia que un día la vería desde el espacio. Y ella se rió y esa fue, de paso, la primera pelea que tendrían en su vida. Cecilia también era de esas chicas determinadas y hasta casarse con Toñito no cejó en su empeño de conquista.
Y juntos llegaron al día de la primera misión espacial de Toñito. Habían atravesado toda clase de circunstancias previas: desde la escuela técnica –Cecilia recordaba con cariño el yunque que él le había dedicado-, la carrera de ingeniería aeronáutica, las horas de pilotaje, el largo adiestramiento que llevó a Toñito a ser el primer astronauta argentino de la historia.
Ahí estaba Toñito ahora: caminaba por la cinta hacia el cohete con la misma convicción que habían transitado la vida. Esa rara fe que a veces posee a las personas cuando saben qué deben hacer y qué es lo correcto. Cecilia lo observaba por el monitor de la comandancia: parecía un Dios enmascarado y supo que Toñito sería otro al regreso. Pensaba en todos los padecimientos que había debido atravesar para llegar a ese día, incluyendo las largas abstinencias mientras su Dios estuvo asignado en Cabo Cañaveral y ella en Ezeiza. Pensaba en que por fin ahora, cuando regresara Toñito hecho un héroe, su novio de toda la vida pondría atención a la trayectoria del hogar, a la órbita de los hijos que tendrían y a la gravitación del chalecito en las afueras de la ciudad. Tanto habían compartido, que incluso ella hablaba su lengua.
Toñito, en cambio, miraba la cinta gris que se desplegaba entre él y la escotilla del cohete como si se tratara de una aparición largamente esperada. Flotaba ya, aunque con sus pies lastrados por el traje, apenas podían despegarse del suelo para andar. Pensó en Cecilia: a ella le dedicaba este logro y de pronto la recordó en el patio de la escuela, la mañana en que se decidió a contarle su plan, que luego se había ido concretando con el vértigo precipitado y constante de los cometas. Y se supo acompañado, feliz.
Lo que siguió fueron tres horas para las que se había largamente preparado: el conteo regresivo, el chequeo de todos los instrumentos y ese momento final, minutos antes del rugido de las toberas, en que puso la mano en el cinturón y se sintió atado al destino, a Cecilia y a la Tierra. Luego se encomendó a los astros, tomó el comando y presionó el botón de ignición cuando la cuenta llegó a cero.
Cinco minutos más tarde, su nave derivaba por el cosmos mientras escuchaba por el intercomunicador los aplausos que allá, en Cabo Cañaveral, Cecilia compartiría con los otros miembros de la NASA.
Su órbita era tan precisa como lo había sido su destino. Llegaría al satélite, acercándose lentamente, mientras la tierra giraba serena y celeste a su derecha, y emprendería la tarea de acoplaje. Luego, una vez asido el aparato, Toñito tenía que salir de la nave y a reparar el aparato.
Poco después, su colega y amigo Paul Rogers, con quien habían cursado juntos los estudios en la NASA, tomaba el control de la nave y él se disponía a entrar en la cámara de salida. “El primer argentino en caminar por el cosmos” pensó obnubilado por los titulares que ya se imprimían en Buenos Aires.
Y así salió al espacio sideral: sabía que una mácula de polvo era como una bala a la velocidad en que orbitaban y que no debía pensar en ellas, sino concentrarse en avanzar hacia el satélite, siguiendo una trayectoria lineal desde la puerta. Era una maniobra delicada, de percisión y riesgo.
Corroboró que el cinturón de anclaje estuviera cerrado en sus extremos. Y abrió la escotilla al silencio del universo. Con un leve empujón de sus pies, empezó a izarse y al llegar al borde de la escotilla no pudo menos que maravillarse: entre él y la nada no mediaba distancia alguna; y entre la nada y todo lo que era su vida, ahora lo ataba sólo un cordón umbilical reforzado y a prueba de impactos.
Como en una piscina, se empujó de las barandas de la escotilla y todo el cuerpo emergió hacia el abismo. Paul lo observaba desde la cabina y por un instante Cecilia volvió a sus pensamientos: cómo le hubiese gustado que ella estuviera allí, para verlo realizar su sueño, su promesa, su voluntad y designio.
Medio minuto después llegó al satélite. En ese punto, el cordón umbilical estaba todo lo tenso que podía. No había margen de error. Y ahora era cuestión de encajar aquí y allá unas piezas que traía de recambio y de vuelta a la nave, a casa y al sueño cumplido. Se disponía a abrir el compartimiento de seguridad del satélite, cuando una piedrita, no más que una arveja, que venía viajando desde hace millones de años desde algún lugar recóndito y en una trayectoria involuntaria pero precisa, dio contra el cordón.
Toñito nomás sintió el cimbronazo, como cuando se tañe una cuerda, y sus manos quedaron a un milímetro del satélite. Un milímentro en las distancias del cosmos no cuentan en los cómputos de los especialistas. Pero para Toñito, un milímetro, en flotación y sin anclaje, era el infinito. Parecía que nada había sucedido, pero su suerte estaba ya echada: bastaba la convicción de Toñito, su astucia y conocimiento para saber que, por más que lo intentara, no podría volver a tocar la nave con sus yemas, porque ahora se separaba de él inexorable, milimétricamente.
Tomó y tiró del cordón de seguridad con fuerza, en un intento desesperado por regresar a la nave. Pero estaba cortado. Para su dasgracia, no tenía ya otro camino que seguir la derivación universal de las cosas, hasta hacerte polvo contra algún astro o quedar atrapado eternamente en la órbita de algún planeta o planetoide, al cabo de unos miles de años.
Paul Rogers lo observaba desde la cabina. Su situación era difícil, imposible ya: con el satélite junto a la nave, no podría maniobrar el cohete para un rescate en forma segura y para cuado todo estuviera ya en orden como para hacerlo, Toñito estaría a un centenar de metros del cohete y rescatarlo sería imposible sin poner en riesgo su propia vida.
En ese momento Paul recibió órdenes de no preceder.
Y Toñito veía cómo se alejaba el cohete blanda, lentamente derivando en el cosmos. Entonces se supo perdido. Escuchaba por el intercomunicador cómo los teóricos de la NASA se debatían en desconsuelo y cómo, también, Paul le decía que no perdiera la calma, que podría enderezar la nave y salir en su ayuda.
Pero a Toñito nada de esto le preocupaba. Había recorrido un largo y voluntario camino hasta allí y no podía menos que pensar en Cecilia. A ella, seguro los técnicos dirigirían los cómputos estadísticos para demostrar lo imposible de una colisión así, le darían sus condolencias y luego la visitarían los hombres del seguro para que supiera que estaba a salvo. A él, en cambio, no le quedaba otra cosa que verse alejar inexorablmente de la nave, por su propia inercia, causada una arbeja nacida en una explosión a millones y millones de kilómetros de allí, por lo que ahora sabía era una falla en el destino o una comprobación de que las cosas siempre están escritas de antemano. Como aquella vez, en que fue al planetario y le explicaron, mientras veía Saturno ajustarse en sus cinturones, que cada uno de los anillos –la palabra anillo fue más dolorosa que ninguna otra de las que había imaginado- estaban formados por polvo cósmico atrapado en la gravitación de esa esfera gigante.
Quizás algún día fuera a parar a Saturno, fue lo último que se dijo, antes de empezar a respirar de su reserva y desconectar el comunicador para dejarse llevar por los recuerdos. Libre, más libre que nunca, suelto en el espacio como un designio sin presagio o un destino sin trayectoria, pero con un triste final.