7 de febrero de 2010
Me acabo de matar
Para data sobre la autora del cuadro, acá
A las seis de la tarde del martes 16 de diciembre de 2003, la abuela Meme llevó temblorosa la tasa de té a su boca. Frente a ella y en el mismo sillón chesterfield de terciopelo verde, Fanny sonreía apenas iluminada por el reflejo del sol en el parquet. Eran amigas hacía setenta y dos años.
Fanny estaba impecable, al menos eso repetía la gente cada vez que salía de su casa. Tenía ochenta y siete, y en sus ojos celestes quedaba un destello de picardía joven. Había acompañado a Meme en todos los momentos importantes de su vida, y ahora, sin saberlo, estaba por presenciar el último gran gesto de esa señora de cabellos azulados en la peluquería, brillantes aros grandes y redondos, maravillosamente vestida para la ceremonia del té: la misma que, desde mucho antes de la muerte de Osvaldo, habían instituido en 1974.
Fanny era una buena amiga. Desde que los primeros síntomas del parkinson se habían manifestado en las manos de Meme, la había acompañado al médico y cuidado. Primero tarde tras tarde, luego mes tras mes, hasta que alcanzaron juntas la convicción de que ese temblor sería para siempre. Y para siempre a la edad de setenta significa poco tiempo, incluso para una señora llena de ilusiones como era Fanny.
Desde hacía veintidós años que Meme estaba sola. Osvaldo había muerto de alguna dolencia hepática que la familia decidió ocultarle y ella supo perfectamente se trataba de cirrosis. Cómo no saberlo. Si había acompañado a ese hombre toda la vida. Creía verlo, algunas tardes, yendo al garaje a lustrar el Chevrolet del 46, de solo treinta y seis mil kilómetros, que dejó como única herencia de orgullo. Había sido un viejo tacaño y mañoso. Formado en la función pública, llegó a Juez de Faltas antes de jubilarse: el Chevrolet representaba la solidez metálica de sus esfuerzos y por eso había decidido conservarlo intacto.
Con ese hombre de moral estricta, ropas impecables y peinado a la gomina, Meme había pasado más años de los que era capaz o quería recordar. Fanny había estado siempre allí y lo sabía todo acerca de Osvaldo. No hacía mucho tiempo que Meme le había confiado un secreto por ella largo sabido: la muerte de ese hombre había sido el comienzo de un respiro y también de la reconciliación con su hijo Ricardito.
Y aquella tarde, Meme quería contarle cosas de su hijo. En primer lugar estaba el abandono. Esa fue la palabra que utilizó. La menor de sus nietos se recibía esa semana en el magisterio y ella no estaba invitada a la ceremonia. Cómo podía ser que la nieta terminara su educación y que a ella no quisieran llevarla. Eso, para no hablar de que Ricardito ya no la visitaba como antes. Una vez por semana cuando hacía algunos años pasaba todas las tardes. Era su nuera, Leticia, la que lo había convencido de que no lo hiciera. Seguro sentía celos, envidia, odio por la suegra. Nunca pudo superar el hecho de que en el auto Ricardito sentara delante a su madre cuando paseaban en la familia.
Y también estaba el nieto mayor. Un bueno para nada que no hacía otra cosa que pasarse la vida leyendo estupideces. Hasta ella se daba cuenta de que el muchacho estaba perdido. Y qué hacía su nuera al respecto: nada. Ella, que era psiquiatra o como se dijese, no hacía nada por el muchacho. En otro tiempo, cuando Meme había criado a sus hijos, nada de eso podría haber tenido lugar. Sus dos muchachos resultaron fuertes y sanos, educados en el rigor y respeto. No como sus nietos, todos sucios y vagos.
Fanny sabía que su amiga exageraba. Pero cuando se ha alcanzado cierta edad no se pide permiso para inflar las cosas. Tampoco para escucharlas pacientemente. O casi, pues Fanny padecía de cierta sordera progresiva que venía apagando su mundo lenta, continuamente. Era como si alguien le bajara el volumen a las cosas. Y hacía un gran esfuerzo por seguir las mismas historias que había escuchado en décadas.
María, la criada, entró en la sala. Preguntó si deseaban más té y Meme aprovechó el momento para indicarle que fuera al supermercado por las compras. Había dejado una larga lista de cosas sobre la mesada de la cocina. Resignada María abandonó a las amigas, segura de la compañía de Fanny. Tomó el carrito de las compras, lo arrastró por el comedor frente a las dos señoras, que hicieron silencio para que no escuchara sus lamentaciones mil veces escuchadas, y partió.
Meme volvió sobre la recibida de su nieta. Cómo era posible que la dejaran de lado, insistía. ¿Acaso Fanny se daba cuenta? Sí, claro. Se había vuelto vieja y ni su familia la tenía en cuenta. Había pasado a un tercer lugar en el orden de importancia, e incluso sentía que no ocupaba ninguno de categoría, ni para su hijo ni para nadie. Fanny había pasado por lo mismo e intentaba tranquilizarla. Cuando se llega a viejo, decía sin convicción, no puede esperarse un protagónico. Era algo que habían conversado infinidad de veces: primero cuando Fanny quedó sola y sus hijos, todos en Buenos Aires, comenzaron a espaciar los viajes a Mendoza convencidos de que su madre estaba a gusto. Y más tarde, cuando ella se negó a mudarse a la Capital o guardarse en un geriátrico. Ahora le llegaba el turno a Meme.
La natural luz del comedor entró lentamente en el terreno de las sombras. El año pasado habían levantado un edificio frente a la casa y ahora ya ni el sol entraba por la tarde. Viéndose en penumbras, Meme dijo que iría a dormir una siesta, que se sentía cansada, que María pondría todo en orden cuando regresara, y que si quería, Fanny podía marcharse; al fin y al cabo, ella dormiría. Se puso de pie pausadamente con ayuda de la amiga y tomó el andador. Fanny no quería irse hasta que llegara María, por lo que cuando Meme estuvo erguida, ella tomó asiento de nuevo dispuesta a esperar. Ya hacía tiempo que Fanny había detectado el delirio depresivo de su amiga, de modo que con la criada se habían propuesto no dejarla nunca sola.
Sostenida en el andador Meme avanzó mansamente hasta la habitación contigua, en otro tiempo el estudio de Osvaldo. Entornó la puerta, segura de que su amiga no la escucharía y se dispuso a correr el placard. Con extrema dificultad apoyó la espalda contra la pared, de forma tal que pudiera hacer fuerza sobre un lugar seguro. A continuación, en un arranque que no parecía estar a la altura de sus circunstancias, desplazó el enorme mueble unos escasos diez centímetros. Allí, junto al zócalo y en el suelo, estaba la funda de terciopelo negro que buscaba. Con dolores en la espalda se agachó y temblando sopesó el bulto. Sosteniéndose del placard volvió junto al andador. Encorvada, la media luz del cuarto la hacía parecer aún más débil.
Desenvolvió el paño y con extraña seguridad tomó el arma por el mango. No revisó la recámara. Tampoco hizo girar el cargador. Para qué, si ella no entendía nada de armas. Osvaldo había dejado allí ese revolver hacía décadas, y ella lo había descubierto por casualidad cuando todavía limpiaba su casa, antes de que sus hijos contrataran a María. De esto hacía por lo menos quince años. Meme apenas podía escuchar a su amiga en el living, acomodando la vajilla con ruido de porcelanas. Se sentó en la cama y observó la habitación. En la biblioteca había algunas fotos que conocía de memoria. Osvaldo montado en el Chevrolet una mañana de otoño de 1964. La colación de Ricardito en la facultad de ingeniería, diciembre de 1974. Meme y Osvaldo en Córdoba, verano de 1968. Leticia y Ricardito la noche de bodas, diciembre de 1975. Nada más que ver.
Tendida en la cama, llevó el revolver al pecho y apoyó el caño sobre su esternón, ligeramente torcido, como para garantizar que la bala entrara limpia al corazón. Apenas temblaba. De pronto disparó.
Un calor desgarrador le entró en el cuerpo con violencia de misil. De inmediato comprobó que una mancha húmeda nacía en la blusa blanca y que la sangre tibia le recorría la piel sobre el estómago. Nada más que hacer. Aguardó en silencio, escuchando cómo se apagaba la calle. Pero la insistencia de un ladrido cercano la mantenía lúcida. Pensó en lo patético de la muerte, un chasco y absurdo ladrido por toda despedida, y tomó conciencia del persistente calor y del humo del disparo en el ambiente. Supo entonces que algo no había salido bien. No estaba muerta aunque debía estarlo: acababa de dispararse un tiro en el corazón y más allá del insoportable y punzante dolor físico, ella entendía, tensa como estaba, que no había muerto aún.
Permaneció tendida en la cama, mientras la conciencia del dolor crecía en el cuerpo como un ardor místico. Deliraba en el goce del suicido. Por sus ojos desfilaban las caras sorprendidas de Ricardito y los otros, viendo el cajón en el velatorio, sufriendo su heroica partida. Podía imaginarse a sí misma viéndolos desde dentro, a ellos, que la habían olvidado. Por fin podía abandonarlos con igual mezquindad.
Pero el calor crecía con la taquicardia, y la muerte total, definitiva y redentora aún no llegaba. Con un dedo rozó apenas la zona del disparo. Estaba mojada y caliente. En un esfuerzo calculado volvió a concentrarse en los familiares y en cómo la habían querido y dejado sola. De pronto la imagen de Fanny volvió con vigor. ¿Sería posible que ella no hubiera escuchado el disparo? ¿Que no supiera que estaba muriendo? La muy porfiada se había quedado para evitar que hiciera locuras. Tonta. Siempre tonta. Otra vez se sentía superior a la amiga. Como en una sentencia irrevocable, por fin le demostraba que en el fondo, ella, Meme y no otra, había manejado siempre los hilos de sus afectos. Debía decírselo a Fanny, hacerle saber que hasta en la muerte ella no ocupaba el segundo lugar.
Para ponerse en pie rotó sobre la cama y llegó al borde. Dejó caer las piernas ya sin cuidado y un sablazo de dolor le puso la vista en blanco. Ahora sí llegaba la muerte. Eso era ineludible. Era el dolor más grande que hubiera sentido nunca. Ni aún en el parto de Ricardito, que la había agotado hasta casi matarla, el dolor había llegado tan lejos. Ahora como entonces también la puntada se iba, luego de un pico insoportable se desvanecía hasta desaparecer.
Ni bien pudo erguirse, dejó la pieza y con el andador avanzó con pausa por el pasillo. A contraluz de la ventana del fondo, su cuerpo resultaba una masa encorvada que lenta y metálicamente a causa del andador progresaba en dirección al living. Fanny la vio venir mientras acomodaba las últimas tasas sobre la mesa. La luz en la espalda impedía que ella viera la blusa manchada de sangre, roja como la bandera de la muerte zurcida al pecho, hasta que salió por fin a la sala.
El estallido de la porcelana marcó el inicio del vértigo. Fanny la había dejado caer al llevarse las manos a la boca. No podía moverse, paralizada por el pánico como estaba. Qué había sucedido. Qué había hecho. No tenía criterio, no era posible siquiera tenerlo. Meme avanzaba implacable, sosteniendo aún el revólver, con una sonrisa superior y dolida en los labios. Estaba loca, completamente loca. La cara desencajada, los ojos fuera de todo quicio, avanzaba con el andador hasta que llegó delante de la aterrada Fanny. Con suficiencia anunció:
-Me acabo de matar.
Fanny se desmayó en el acto.
Cuando despertó, estaba en el hospital y un médico le tomaba el pulso. Le explicaron cómo había llegado hasta allí, la llamada de María pidiendo una ambulancia, el trayecto y las seis horas que llevaba desvanecida. Ni bien el médico terminó, Fanny, insegura, preguntó por su amiga. Se había disparado en el pecho, dijo el doctor, que luchaban por su vida en la sala de terapia intensiva, y también que la policía vendría a verla a ella de un momento a otro, ni bien recuperara la presión. Sospechaban, explicó sin creerlo, que hubiera sido quien disparara el arma.
Meme estuvo internada una semana hasta que vino la muerte a llevársela. En ese tiempo de a ratos estaba conciente y desde la cama pedía a todos que la dejaran morir sola. Los echaba con un hilo de voz. Incluso debieron atarla a la cama para que no se sacara el catéter que la mantenía en diálisis permanente. La mañana del 26 de diciembre amaneció sin vida para ella. Se había ido.
Al día siguiente, en el velorio, Ricardito se acercó a Fanny y pidió disculpas por el horroroso momento que había pasado. Disculpas por el interrogatorio, por los formularios, por todo, incluso la madre. Ella no tenía nada que ver con esto y siempre había hecho lo mejor por su amiga. De verdad lo sentía y perdonaba, contestó la otra, Meme hacía tiempo que andaba deprimida y se había vuelto loca. Loca, repitió Fanny sin convicción, antes de voltear y del brazo de María abandonar la sala.
PD: Cualquier parecido con la realidad, no es mera coincidencia, es adaptación libre de una historia real.
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