23 de agosto de 2009

Los pianos no caen solos


A Víctor le cayó un piano encima. Literalmente: un piano, encima. Como es de imaginar Víctor no salió vivo del episodio. Pero a un año de su muerte, mientras vamos al cementerio con su ex novia –ahora mi novia- pensamos que no fue una muerte tan desacertada para él y los suyos, que no estaban bien de dinero. De paso, su brusco desaparecer tras el peso de las cuerdas y la madera, a nosotros nos trajo una armonía como salida del mismísimo piano, algo que es de ver.
No vayan a pensar que mis palabras son malintencionadas. Con Víctor éramos grandes amigos. Hacíamos mudanzas desde hace una punta de años y la del piano fue la última de ambos. Que él no trabaje más es entendible. Pero que yo no lo haga, esa es otra historia. Y aunque Liliana me dice que no se la cuente a nadie, a ustedes se las voy a contar, para que Víctor no quede tecleando, como se dice.
Es verdad que arreglé las sogas para que se zafaran. Y también es verdad que la grúa que usábamos no fallaría si no era intencionadamente mal manejada. Como Víctor confiaba en mi y yo en él, y a los dos nos gustaba Liliana, no encontré ningún impedimento en hacer las cosas de tal manera que el piano se cayera justo sobre la cabeza de Víctor el día del accidente.
Esa misma tarde renuncié a mi trabajo. Me parecía insoportable la idea de hacerlo sin él y los jefes comprendieron todo tan bien, que incluso me dieron un dinero extra por la pérdida del amigo. Los únicos que hicieron preguntas molestas fueron los del seguro, aunque la madre de Víctor cobró el dinero tiempo después. Pobre mujer: le hacía falta una buena mano y Víctor pudo dársela con mi ayuda.
Pero ahora que vamos al cementerio con Liliana y llevamos las flores a su tumba, siento que debo contarle a alguien cómo se dieron las cosas. Así podremos descansar todos en paz y eso siento que sucederá desde hoy.
Lo único que me pone nervioso es pensar que en mi nuevo trabajo, en el puerto, algún día se me caiga encima un cargamento. Ante la duda ya apliqué para las grúas y un jefe que me aprecia me ha dicho que la semana que viene sale el nombramiento. Por eso le dije a Liliana de traer las flores hoy. No sea cosa que Víctor se encabrone donde quiera que esté y me joda justo ahora, antes de cambiar de puesto.

15 de agosto de 2009

Un grano de arena viajando en el cosmos



Cuando Toñito cumplió los diez años su abuelo lo llevó al observatorio. Esa misma noche, viendo los anillos de Saturno encintar al planeta, supo que algún día ajustaría el cinturón de seguridad rumbo al espacio sideral.
Hay hombres que tienen determinación y niños que padecen de vocación y voluntad. Toñito era esa clase de personas. Al día siguiente de la revelación, en el patio del colegio le dijo a su novia que un día la vería desde el espacio. Y ella se rió y esa fue, de paso, la primera pelea que tendrían en su vida. Cecilia también era de esas chicas determinadas y hasta casarse con Toñito no cejó en su empeño de conquista.
Y juntos llegaron al día de la primera misión espacial de Toñito. Habían atravesado toda clase de circunstancias previas: desde la escuela técnica –Cecilia recordaba con cariño el yunque que él le había dedicado-, la carrera de ingeniería aeronáutica, las horas de pilotaje, el largo adiestramiento que llevó a Toñito a ser el primer astronauta argentino de la historia.
Ahí estaba Toñito ahora: caminaba por la cinta hacia el cohete con la misma convicción que habían transitado la vida. Esa rara fe que a veces posee a las personas cuando saben qué deben hacer y qué es lo correcto. Cecilia lo observaba por el monitor de la comandancia: parecía un Dios enmascarado y supo que Toñito sería otro al regreso. Pensaba en todos los padecimientos que había debido atravesar para llegar a ese día, incluyendo las largas abstinencias mientras su Dios estuvo asignado en Cabo Cañaveral y ella en Ezeiza. Pensaba en que por fin ahora, cuando regresara Toñito hecho un héroe, su novio de toda la vida pondría atención a la trayectoria del hogar, a la órbita de los hijos que tendrían y a la gravitación del chalecito en las afueras de la ciudad. Tanto habían compartido, que incluso ella hablaba su lengua.
Toñito, en cambio, miraba la cinta gris que se desplegaba entre él y la escotilla del cohete como si se tratara de una aparición largamente esperada. Flotaba ya, aunque con sus pies lastrados por el traje, apenas podían despegarse del suelo para andar. Pensó en Cecilia: a ella le dedicaba este logro y de pronto la recordó en el patio de la escuela, la mañana en que se decidió a contarle su plan, que luego se había ido concretando con el vértigo precipitado y constante de los cometas. Y se supo acompañado, feliz.
Lo que siguió fueron tres horas para las que se había largamente preparado: el conteo regresivo, el chequeo de todos los instrumentos y ese momento final, minutos antes del rugido de las toberas, en que puso la mano en el cinturón y se sintió atado al destino, a Cecilia y a la Tierra. Luego se encomendó a los astros, tomó el comando y presionó el botón de ignición cuando la cuenta llegó a cero.
Cinco minutos más tarde, su nave derivaba por el cosmos mientras escuchaba por el intercomunicador los aplausos que allá, en Cabo Cañaveral, Cecilia compartiría con los otros miembros de la NASA.
Su órbita era tan precisa como lo había sido su destino. Llegaría al satélite, acercándose lentamente, mientras la tierra giraba serena y celeste a su derecha, y emprendería la tarea de acoplaje. Luego, una vez asido el aparato, Toñito tenía que salir de la nave y a reparar el aparato.
Poco después, su colega y amigo Paul Rogers, con quien habían cursado juntos los estudios en la NASA, tomaba el control de la nave y él se disponía a entrar en la cámara de salida. “El primer argentino en caminar por el cosmos” pensó obnubilado por los titulares que ya se imprimían en Buenos Aires.
Y así salió al espacio sideral: sabía que una mácula de polvo era como una bala a la velocidad en que orbitaban y que no debía pensar en ellas, sino concentrarse en avanzar hacia el satélite, siguiendo una trayectoria lineal desde la puerta. Era una maniobra delicada, de percisión y riesgo.
Corroboró que el cinturón de anclaje estuviera cerrado en sus extremos. Y abrió la escotilla al silencio del universo. Con un leve empujón de sus pies, empezó a izarse y al llegar al borde de la escotilla no pudo menos que maravillarse: entre él y la nada no mediaba distancia alguna; y entre la nada y todo lo que era su vida, ahora lo ataba sólo un cordón umbilical reforzado y a prueba de impactos.
Como en una piscina, se empujó de las barandas de la escotilla y todo el cuerpo emergió hacia el abismo. Paul lo observaba desde la cabina y por un instante Cecilia volvió a sus pensamientos: cómo le hubiese gustado que ella estuviera allí, para verlo realizar su sueño, su promesa, su voluntad y designio.
Medio minuto después llegó al satélite. En ese punto, el cordón umbilical estaba todo lo tenso que podía. No había margen de error. Y ahora era cuestión de encajar aquí y allá unas piezas que traía de recambio y de vuelta a la nave, a casa y al sueño cumplido. Se disponía a abrir el compartimiento de seguridad del satélite, cuando una piedrita, no más que una arveja, que venía viajando desde hace millones de años desde algún lugar recóndito y en una trayectoria involuntaria pero precisa, dio contra el cordón.
Toñito nomás sintió el cimbronazo, como cuando se tañe una cuerda, y sus manos quedaron a un milímetro del satélite. Un milímentro en las distancias del cosmos no cuentan en los cómputos de los especialistas. Pero para Toñito, un milímetro, en flotación y sin anclaje, era el infinito. Parecía que nada había sucedido, pero su suerte estaba ya echada: bastaba la convicción de Toñito, su astucia y conocimiento para saber que, por más que lo intentara, no podría volver a tocar la nave con sus yemas, porque ahora se separaba de él inexorable, milimétricamente.
Tomó y tiró del cordón de seguridad con fuerza, en un intento desesperado por regresar a la nave. Pero estaba cortado. Para su dasgracia, no tenía ya otro camino que seguir la derivación universal de las cosas, hasta hacerte polvo contra algún astro o quedar atrapado eternamente en la órbita de algún planeta o planetoide, al cabo de unos miles de años.
Paul Rogers lo observaba desde la cabina. Su situación era difícil, imposible ya: con el satélite junto a la nave, no podría maniobrar el cohete para un rescate en forma segura y para cuado todo estuviera ya en orden como para hacerlo, Toñito estaría a un centenar de metros del cohete y rescatarlo sería imposible sin poner en riesgo su propia vida.
En ese momento Paul recibió órdenes de no preceder.
Y Toñito veía cómo se alejaba el cohete blanda, lentamente derivando en el cosmos. Entonces se supo perdido. Escuchaba por el intercomunicador cómo los teóricos de la NASA se debatían en desconsuelo y cómo, también, Paul le decía que no perdiera la calma, que podría enderezar la nave y salir en su ayuda.
Pero a Toñito nada de esto le preocupaba. Había recorrido un largo y voluntario camino hasta allí y no podía menos que pensar en Cecilia. A ella, seguro los técnicos dirigirían los cómputos estadísticos para demostrar lo imposible de una colisión así, le darían sus condolencias y luego la visitarían los hombres del seguro para que supiera que estaba a salvo. A él, en cambio, no le quedaba otra cosa que verse alejar inexorablmente de la nave, por su propia inercia, causada una arbeja nacida en una explosión a millones y millones de kilómetros de allí, por lo que ahora sabía era una falla en el destino o una comprobación de que las cosas siempre están escritas de antemano. Como aquella vez, en que fue al planetario y le explicaron, mientras veía Saturno ajustarse en sus cinturones, que cada uno de los anillos –la palabra anillo fue más dolorosa que ninguna otra de las que había imaginado- estaban formados por polvo cósmico atrapado en la gravitación de esa esfera gigante.
Quizás algún día fuera a parar a Saturno, fue lo último que se dijo, antes de empezar a respirar de su reserva y desconectar el comunicador para dejarse llevar por los recuerdos. Libre, más libre que nunca, suelto en el espacio como un designio sin presagio o un destino sin trayectoria, pero con un triste final.

10 de agosto de 2009

La mirada de los perros


Para ver más fotos como esta, hacé click en la imagen. La pesqué en el sitio de una fotógrafa en flikrt. (chechu, no hay manera de escibirte en tus blogs)

Tenía 18 años y una ruta por delante. Una línea de asfalto que cortaba en dos la llanura, a cuyos lados se elevaban primero blandas lomas, luego cerros más escarpados y nevados. Los cerros tenían los picos hundidos en nubes grises y macizas como el grafito. Sus sombras se proyectaban en los faldones y creaban un curioso efecto Caravaggio, con fuertes y angulosos contrastes, que descendía hasta la llanura encendiendo sus coirones como el oro.
Una llanura dorada y al medio un tajo de asfalto, marcado con las cicatrices de varios inviernos: allá, a unos 150 kilómetros estaba Esquel. Tras lo cerros en tormenta, Cholila y el lago Rivadia. Y en la misma dirección en la que caminaba, el Bolsón.
Llevaba una hora y media andando. Cada tanto, cuando el viento cesaba, el ronroneo de algún motor llegaba lejano, amplificado por el silencio instantáneo, y en cualquiera de las dos direcciones podía aparecer un auto o un camión. Si venían del Sur, tanto mejor: quizás entonces me llevarían y esta soledad azotada por el viento podría llenarse con palabras. Palabras que no fueran dichas desde mi y para mi. Palabras de compañía, que era lo que me hacía falta en ese momento.
Pero nadie paraba ni hablaba.
Dos horas ya, andando desde el cruce en el que había saltado de un camión, y avanzando a ratos, a ratos descansando, había dejado atrás toda señal humana, más allá de la recta línea de la ruta que conservaba a mi izquierda.
Pensaba en el viento, en la tarde que avanzaba y en el hambre que crecía junto con las sombras, cuando no sé de dónde –no podría precisarlo siquiera en esa estepa- emergió un perro petiso y lanudo, avanzando con paso sistemático pero desconfiado. Lo vi a mi derecha, como salido de entre los coirones de la estepa, aunque seguro andaba tras mi olor desde hacía algún rato y ahora se acercaba algo más, tentado él también de compañía.
Nos miramos. Él bajó la cabeza.
Yo descolgué la mochila y lo invité a acercarse, estirando la mano y silbando apenas.
Puras reverencias, la barbilla contra las piedras del suelo el perro se fue acercando. Primero con rodeos, luego enseñando los dientes con esa rara mezcla de sonrisa y fiereza que tiene a veces los perros. Cuando estuvo contra los cordones de mis botas, le rasqué tras las orejas por todo saludo y él se dejó hacer, manso, elevando los cuartos traseros. Volteó al fin, para que le rascara la panza.
Entonces el viento cesó un momento y desde el sur llegó vital y serruchada la tos sostenida de un motor en trabajos forzados. El lanudo se enderezó en el acto y paró las orejas en esa dirección. Después fue y vino entre los pastos, festejando a su manera el encuentro mientras yo me ponía de pie y miraba cómo al principio un punto naranja cobraba la forma de un rastrojero, sobre el lago espejismo que flotaba en el asfalto.
Esperé a que se acercara y les hice señas, con menos esperanza que ganas de que me llevaran.
Lentamente el rastrojero derivó sobre la banquina, y más lento aún, se acercó hasta donde estaba yo. El viento se llevó el polvo y quedamos a escasos metros de distancia.
Para los tres paisanos de boina calada hasta las cejas que iban dentro, mi figura debía ser parte del paisaje en este tipo de parajes y momento del año: un viajero más que busca andar barato y experiencias que contar. Para el perro, en cambio, la llegada del auto era como la del mensajero que trae olores de otros campos y sus ruedas el correo perfecto. Se les fue al humo, las olió con ganas y orinó en una de ellas sin dilación.
Me acerqué a la ventanilla:
Voy al Bolsón, dije.
Subí, nomás. Te acercamos, dijo uno, pero bien podrían haber sido los tres al mismo tiempo. Salté en la caja y vi a dos paisanos más que iban tapados con una frazada raída, aún cuando era pleno verano y el sol brillaba áureo sobre las nubes, encendiendo sus contornos. Me acomodé contra el bulto que dibujaban las ruedas sobre la caja y le dije adiós mi nuevo amigo, mientras comenzábamos a rodar.
Hay que ver la mirada de un perro para saber cuál es el rostro de la tristeza y cuál el de la traición.

1 de agosto de 2009

Las mujeres hacen cosas raras a veces



-¿Te puedo contar algo?
Dijo el taxista sin que hubiera recorrido más de una cuadra desde que salté al asiento trasero. El tipo miraba por el espejo como esperando que le diera pie para hablar. Tenía cara de querer hacerlo. Realmente lo necesitaba.
-Seguro.
Dije, y bajé un poco la ventanilla para que el aire de la noche recién llovida de Buenos Aires le pusiera un poco de fresco a lo que vendría. Por cómo había empezado este viaje, iba a necesitar aire.
El taxista alzó la mano de la palanca de cambio. Sostenía un teléfono celular en ese espacio que se abre entre los asientos delanteros, a la altura de los apoya cabezas.
-Recibí un mensaje recién.
Sacudía el aparato como si quisiera hacer que el mensaje rebotara dentro.
-Quedé asustado.
-¿Por qué?
-Una mina que llevé hace un rato a una casa en Belgrano.
Estábamos en Palermo, lejos ya de la mina. No veía cuál pudiera ser el temor. Avanzábamos por una Santa Fe trabada, ganando centímetros a fuerza de stacattos movimientos del taxista. Pregunté:
-¿Qué decía el mensaje?
-Que me dejara de joder. Que su papá es comisario y que tiene el número del taxi y el de mi teléfono.
El tipo no esperó a que ordenara mis ideas. Empezó una ráfaga veloz de su relato, una ráfaga en la que este taxista joven, de unos treinta y pico, barba candado, camisa desabrochada y corbata reglamentaria, había llevado a una mina desde Boedo a Belgrano. Un viaje que prometía ser uno más, hasta que ella comenzó a indagarlo.
-Quería saber si estaba casado.
Dijo. Y aprovechó que estábamos detenidos para dejar el celular en ese compartimiento que hay sobre el estéreo en algunos autos. De ahí tomó otro y lo abrió. Volvió a mostrarlo entre los apoya cabezas, abierto.
-Mi mujer y mis hijos.
Era una mala fotografía. Podía verse, sin embargo, a una muchacha con dos criaturas colgadas de los brazos. Ellos llevaban camisetas de River y ella, en cambio, vestía de negro.
-Le mentiste.
-Al contrario –aclaró doblando en Julián Álvarez- si hay algo que le calienta a las pendejas es que estés casado: un polvo y te olvido, flaco. Y le mostré la misma foto. ¿Sabés que hizo la turra?
Dejó el celular junto al otro. Lo observé, interrogante.
-Me pidió el teléfono para verlos de cerca.
-Le habrá intrigado.
-¿Qué? No habrá pasado un minuto mirando la foto que me dijo: “te anoto mi número acá, parecés un tipo piola.”
-Bien.
Admiré. A nuestro lado se detuvo otro taxi. Llevaba una mujer guapa, aún en la penumbra de la cabina o quizás por ello. Hablaba por teléfono. La imaginé conversando con un tipo como este taxista o con mi médico. La historia del médico había sucedido unas semanas antes. Fui por un dolor de cuello, cuando en medio de la consulta comenzó a sonar un teléfono al que el traumatólogo parecía no escuchar. Sonó unas diez veces. Luego volvió a sonar, hasta que el profesional pidió disculpas, se puso de pie y caminó hasta la pared del fondo. De atrás de la cortina había tomado un teléfono pequeño y dicho algo así como “después te llamo, estoy con un paciente”. Sobre la mesa, junto al recetario, descansaba el teléfono oficial.
-No en ese –interrumpió mi recuerdo el taxista, hablándole a la pasajera que había llevado hacía un rato- anotalo acá.
Le había dicho. Y levantó el otro aparato para mostrarme en cuál debió haberlo hecho.
-Este es el de trampa.
Cambió el semáforo y los taxis arrancaron. La mujer del teléfono desapareció ni bien su auto dobló en la esquina. Era noche de viernes y en la ciudad serían miles los que arreglaban, celular en mano, algún refriegue.
-¿La llamaste?
-Primero le mandé un mensaje, para no asustarla –explicó con cancha-. Cuando se bajó me dijo que la llamara mañana. Pero mirá si me habrá dejado caliente la pendeja que diez minutos después le mandé un mensaje.
-Valdría la pena.
-Más o menos. Igual si una mina te anota su número así ¿vos qué hacés?
-Supongo que la llamaría.
El tipo me miró como si no hubiera otra posibilidad.
-¿Sos casado?
-No.
-¿Tenés pareja?
-Sí.
Sus preguntas me incomodaban.
-Pero no tenés pinta de tramposo.
Dijo subrayando la idea con las cejas en alto. ¿Pinta de tramposo? Miré mis zapatos gastados, mi pantalón verde a rayas y mi remera negra, algo corta.
-Sospecho que no.
-Yo soy lo más pirata que hay.
Y tirando de una cuerda imaginaria, agregó:
-La bandera negra siempre en alto.
Sonreí.
-Me imagino.
El auto frenó en seco, apenas unos centímetros del paragolpe del que iba delante. El cuento distraía al taxista. Abrió uno de los celulares y volvió a alzarlo para que lo viera. Era un mensaje. No alcanzaba a leerlo.
-¿Vos qué pensás?
-¿De qué?
-Para qué anotó el teléfono si después me manda este mensaje diciéndome que me deje de joder.
Pensé un segundo, mirando la noche por el vidrio abierto. En la fila de autos ninguno se movía. El que manejaba al lado, hombre de saco y corbata, fumaba y hablaba con un manos libres, la vista clavada en el semáforo. Detrás, sobre la vereda, un travesti echaba ojeadas de intensión a la fila de autos. Dije:
-Difícil saberlo. Si te cortó la cara después de darte el número, parece una reacción más histérica que calentona.
-Eso pensé yo.
Apretaba el volante con las manos.
-¿Pero para qué me amenaza entonces? ¿Para qué pone que el padre es comisario? De última que no conteste.
-Raro.
El que hablaba sin manos ahora reía.
-¿Le mandaste un sólo mensaje?
Pregunté cuando comenzábamos a movernos. El taxista dobló con la mirada fija en el travesti.
-Tres.
Lo miré a los ojos en el espejo:
-¿Tres mensajes?
-¿Decís que fue mucho?
-Parece, al menos. ¿Te los contestó?
-Uno sólo, el que te mostré. Eso es lo que no entiendo.
Encaramos la nueva calle, un empedrado.
-No sé. Las mujeres hacen cosas raras a veces.
Dije. Las luces de sodio barrían el interior del auto en una cadencia de péndulo. Se hizo un breve silencio y repetí en mi cabeza: las mujeres hacen cosas raras a veces. Por ejemplo, una escena de celos como la que había vivido en la mañana. Mientras me duchaba, mi pareja había buscado mi teléfono y revisado los mensajes. Cuando salí, estaba verde. Con el aparato en la mano, me gritó:
-¿Quién es Nada que ver?
Al primer ataque sobrevino otro:
-¿Así que salieron a las 12:10?
Hubo una pausa reflexiva. Luego mi carcajada la había descolocado y no había sabido cómo continuar. Nada que ver se llamaba el programa de radio con el que colaboraba cada jueves y, en efecto, habíamos salido al aire a las 12:10.
Con el coletazo del recuerdo, pregunté al taxista:
-Así que el secreto está en tener dos teléfonos.
-Obvio. Este –dijo levantando uno- es el oficial. Y este otro –señalando el que estaba en el torpedo, sobre el estéreo- el pirata.
-¿Y cómo lo escondés?
Sonrió como si se tratara de un beato franciscano en el momento de quedar inmortalizado por un pintor, las palomas incluso comiendo migas bajo sus pies:
-No se baja del auto.
-Todo bien planeado.
-Todo: lo cargo enchufándolo en el encendedor, el cable lo tengo guardado en un espacio que tiene el coche en el guiñe derecho y en el mismo espacio izquierdo dejo el teléfono. Lo guardo antes de llegar a casa.
El gesto ahora era triunfal. Un genio consagrado a las soluciones universales:
-Con tarjeta, de paso, para que no haya factura.
Vibró mi celular. Era mi pareja. Le expliqué que ya casi llegaba, que esperara un segundo más.
Quise saber:
-Como taxista, ¿tenés levante?
-¿Cómo? Acá ganás siempre.
-Hoy no ganaste.
Lo cargué.
Sostuvo la vista al frente por un momento, las manos en el volante.
-¿Será verdad lo del comisario?
-Cómo saberlo.
-Histérica.
Reflexionó para calmarse. Lo alenté:
-Debe ser mentira. Como buen pirata sabrás que rara vez dicen la verdad.
Sonrió.
-En eso tenés razón.
Se hizo un silencio prolongado. Un silencio lleno de historias que nadie contó. Un silencio en el que el auto fluyó como el aire fresco y húmedo que entraba por la ventanilla, por la noche y la ciudad, bajo las oscilantes luces de sodio.
-En la esquina.
Dije al cabo.
El taxi aminoró y se detuvo.
-Gracias, varón. Sabía que alguien me entendería.
Mientras cobraba, de pronto sonó un celular en el torpedo. Nos miramos.
-Suerte.
Dije por toda despedida y cerré la puerta al bajar.