22 de junio de 2010

Sors contra el auto

Esta animación fue una promesa: le dije a mi hijo que sus muñecos cobrarían vida. The Tormentos, la banda marplatense de surf music, hizo el resto. Un breve goce.

21 de junio de 2010

Fotos recientes: danza en espacios compartidos...

Estas fotos las tomé en un ciclo de danza que organizaron entre el Centro Cultural Borges y el Centro Cultural Sábato. Hay bocha, posteo las que les gustaron a las bailarinas. Más material del ciclo, acá.

 

Galería de personajes


Estos son algunos de los personajes en los que estoy trabajando para unos cuadernillos de la Municipalidad de Quilmes... están todos hechos a cuerpo enterero, después maquetados como se ven acá, pero la gracia es que se pueden usar de muchas formas. Ese es el desafío de este trabajo: 20 personajes y 10 escenarios ideales para montarlos. Me faltan sólo los escenarios.

8 de junio de 2010

El cuento de la buena pipa




Margarita estaba sentada frente a él, de espalda al resto de la pizzería. Llevaba un suéter de lana natural y dos grandes aros redondos y de plata. Cada vez que movía la cabeza, y lo hacía con frecuencia y acento, los aros tocaban su cuello largo y estilizado. Eso era lo que miraba Francisco. Eso y el movimiento acentuado con que ella gesticulaba, algo que siempre había estado ahí pero sólo ahora llamaba su atención. Algo de caricatura había en esa afectación, pensaba. Pero ahora Margarita no lo miraba, sino que estudiaba sus manos como quien cuenta hormigas en la palma.
-Las tengo rojas –dijo y acto seguido cruzó la mesa con ambos brazos, llevando las manos delante y extendidas para que Francisco comprobara lo que decía.
-Mirá qué loco. Rojas, rojas.
-A veces me sucede. Más desde que llegaste.
Y un segundo antes de sonreír pareció que no lo harían. Él dijo:
-Hace unos meses me pasó algo así, en San Alberto.
Ella volvió a inspeccionar sus palmas. De verdad estaban coloradas, como cuando se realiza un gran esfuerzo y entre los matices de rojo que aparecen también se distinguen puntos blancos, como si ahí no hubiera irrigación.
-Es raro, no.
-Qué cosa.
-Las manos, qué más.
-Bueno, en mi caso fueron los pies.
-Y qué te pasaba –dijo ella demostrando interés.
Francisco enderezó su columna y paseó la vista por la pizzería. Estaba desierta, a excepción de los mozos que conversaban en la barra del fondo. Ella lo miraba mirar.
-¿Te acordás –dijo al fin- cuando te llamé esa noche desde San Alberto?
-Fran, me llamaste de tantos lados en estos meses que no sé a cuál noche te referís.
-Te acordás, seguro. ¿Sabés cuál? Esa que te mostré las fotos que me hice en el espejo, antes y después de hablarte, y en las que aparezco con una cara de embole primero y más contento que perro con dos colas en las que hice después.
-Sí, ahora que lo decís me acuerdo. Estás lindo en esas fotos.
-Gracias. Esa noche estaba durmiendo en una pensión vieja, antigua sería mejor. Tenía unos pisos de madera que eran una delicia, limpios y brillantes, y las paredes recubiertas con un machihimbre añoso. Como este –dijo y señaló la cobertura de madera oscura que hacía las veces de decorado en las paredes y sobre los que había espejos –igualito a este, te digo.
Margarita los estudió con cierta voluntad. No encontraba nada maravilloso en ellos.
-Buenas noches –interrumpió el mozo y les tendió a cada uno las cartas recubiertas en cuero negro.
-Una cerveza –dijo Francisco- ahora te hacemos el pedido.
-Cerveza y dos vasos, cómo no.
El mozo giró sobre sus talones y se fue.
-¿Entonces? –dijo ella.
-Entonces qué.
-Estábamos en una pensión vieja.
Francisco abrió un poco la boca. Luego dijo:
-¿Viste la cara que tenía el mozo?
-Parecía un ratón.
Sonrieron.
-El Topo Gigio, es más –dijo Francisco haciendo pantalla con las manos sobre sus orejas y levantando apenas la nariz, repetidas veces.
-Viste esta película de Spilberg, la del ratón que se pierde en Nueva York.
-Igualito –dijo él dejando la imitación.
-Hasta se mueve parecido. Y ese chaleco gris no le ayuda para nada.
Margarita volteó, dejó un brazo apoyado en el respaldar de la silla y observó al mozo hacer sus tareas en la barra del fondo. Luego miró a Francisco y estiró la mano para plancharle el pelo. Esa acción la sorprendió y lo que iba camino de ser un gesto natural quedó flotando en el aire sobre los platos ridículamente blancos. Apoyó el codo en la mesa.
-Bueno, pero estábamos en San Antonio.
-Alberto.
-Como sea –dijo ella y sonrió con todos los dientes a la vista.
-Fue un gran misterio.
-Qué cosa.
-Los pies rojos. ¿Te acordás que ahí arrancamos?
-Sí. Qué te pasaba.
-Te lo voy a contar como a mí me sucedió, a ver si caés antes que yo, porque para mí fue un susto enorme hasta que me dí cuenta.
A Margarita le gustaba que Francisco la desafiara. Esta vez, quizás también le gustara.
-A ver –dijo al cabo de unos segundos.
El mozo llegó con la cerveza y los dos analizaron los gestos que hacía. Sobre la botella cruzaron la vista y asintieron. Era como el ratón de la caricatura. Sobretodo por el moño bien apretado bajo el mentón. El mozo les sonrió y se quedó de pie junto a la mesa, con los brazos tomados en la espalda.
-Qué pedimos –dijo Margarita.
-No sé, vinimos a comer pizza.
-Fran, ponele onda ¿querés?
-¿Cuál es la más rica que hacen? –preguntó Francisco al mozo.
El muchacho quedó como descolocado y hasta se veía nervioso, con un nuevo gesto de desesperación. Debía ser una de las primeras veces que atendía.
-Acá sale mucho la de muzzarella –dijo al fin.
-Una muzzarella entonces.
-Francisco –el tono indicaba alarma.
-Te estoy cargando. ¿Cuál querés?
-Porqué no pedimos mitad y mitad. Muzzarela y napolitana.
Los dos miraron al mozo como si ya tuvieran todo decidido. El muchacho permaneció en silencio.
-Puede ser –con acento didáctico dijo Margarita- mitad muzzarella y mitad napolitana.
-¿Algo más? –reaccionó el ratón.
-No por ahora. Gracias.
El mozo partió. Detrás, por el corredor entre las mesas, dos hombres y una mujer entraron al salón y fueron a sentarse en la otra punta. Francisco los siguió con la mirada mientras llenaba los vasos. Ella hablaba muy alto y eso le molestó.
-Volvamos a tus pies –dijo Margarita.
Tomaron un trago. Francisco continuó:
-La cosa es que la noche siguiente, cuando llegué a casa de Pablo, ya todos dormían.
-Y eso que tiene que ver con tus pies.
-¿Me dejás llegar al punto? Tiene que ver.
Ella tomó un segundo sorbo y no dijo nada. Él la observaba como esperando algo y ella, en cambio, se había detenido en la expresión de Francisco. No mostraba enojo. En todo caso, tampoco tenía por qué hablarle así. Permaneció callada.
-Cuando llegué a casa de Pablo y me saqué los zapatos, me encontré con este misterio –hizo una pausa y la miró-: tenía la planta de los pies rojas tal y como me mostraste vos las manos recién, pero en verdad parecía pintura. Me las froté y nada. Revisé las zapatillas por dentro: nada. Las medias –dijo alzando los hombros- nada. Ni una mancha.
-Y qué era.
-¿Lo vas a adivinar o no? La gracia está en que lo adivines.
Ella pensó un rato. Luego dijo:
-Y las zapatillas no tenían nada.
-Nada. Tampoco por afuera, es decir que no podía tratarse de algo que hubiera pisado.
En la mesa del fondo estalló una carcajada enorme y ruidosa. Muy ruidosa. Francisco miró sobre el hombro de Margarita.
-Que la callen –dijo ella.
-¿Y –insistió Francisco- tenés alguna idea de lo que pasaba?
-Se te habían puesto colorados porque no hablabas conmigo –se burló.
-Lo pensé –mintió y concedió al instante- pero qué tiene que ver.
-Nada. Pero estaban rojos.
-Como tus manos.
-Qué será -dijo ella volviendo a mirarse las palmas.
-Enojo.
Ella, los ojos bajos un segundo, como si no hubiera escuchado lo que decía.
-Esta pizzería es horrible –dijo al fin paseando la vista por las paredes.
-Sí, pero queda al lado del cine y te recuerdo que querías venir al cine.
-Pero no a comer pizza. Después termino hecha un tanque australiano.
Margarita movió la cabeza y los aros golpearon el cuello.
-Estoy gorda y ya no te gusto.
Francisco tomó cerveza. Qué podía decir, se preguntó. Ya había entrado en esa conversación mil veces y de ahí no se salía ileso. De manera que no dijo nada y en cambio miró hacia el corredor. Allí había una familia completa decidiendo dónde se sentarían. Margarita lo observaba mirar a esas personas. Él está flaco y esa remera verde, pensó, ya está vieja.
-¿Qué tenías? –dijo al fin.
-Ahora ponele onda vos y adiviná.
-No sé, de veras no se me ocurre nada.
-Sigo: la cosa es que cuando vi que tenía los pies así de rojos me asusté. Lo primero que pensé es que se me había reventado alguna vena.
-¿No se te ocurrió otra cosa?
-Te juro que eso fue lo primero que me vino a la cabeza.
-Hipocondríaco, para variar.
-Sí, pero después pensé que no podía ser en los dos pies al mismo tiempo. Además, de qué ¿por caminar? Llevaba dos meses caminando y no podía ser algo así. La pista la tenés en el machihimbre –la alentó, pero de inmediato supo que la despistaba.
Margarita miró hacia la pared. Era de una madera oscura y había algo en ella que no cuadraba con el espejo, ni con las lámparas del local. Llevaba tres semanas buscando departamento para alquilar y había visto toda clase de incoherencias estilísticas como esta. Al cabo, dijo:
-No sé, sólo me doy cuenta de que no cuadran con el local.
-Ahí tenés un indicio clarito.
-Sí, pero he visto mil cosas como esta y no por ello me doy cuenta de lo que significan.
Francisco, reflejado en el espejo del machihimbre, vio un hombre gordo que fumaba pipa y hojeaba el diario. Enfrente, su mujer continuaba con la pizza. Luego, a Margarita:
-¿Fuiste hoy a ver ese departamento que dijiste?
-Fui, pero no me alcanza la plata.
-Eso ya lo sabemos.
-Ya lo sé –dijo fastidiada- con un solo ingreso no puedo pagarlo.
-Muzzarella y napolitana –de pronto cortó la voz del ratón y sonaba como tal- mitad y mitad.
Corrieron los platos y la cerveza. El mozo puso la pizza a un costado.
-Provecho –se despidió.
-¿Pero cómo estaba? ¿Era lindo por lo menos?
-¿De cuál querés primero?
-Me da lo mismo. Te pregunté por el departamento.
-Lindo, sí. Pasame el plato. Después te sirvo de la otra.
Francisco aprovechó para llenar los vasos. Con la última gota rebalsó el de Margarita.
-¿Pedimos otra?
-Pedila.
Con la vista buscó al mozo, sobre las cabezas, allá en la barra y le indicó por señas que la trajera. Luego dijo:
-Bon apetit.
Y por unos minutos no hablaron. Eran cerca de las nueve de la noche y la pizzería comenzaba a llenarse. En una hora los cines de Corrientes renovaban sus películas y como ellos, quienes esperaban picaban algo. Tres chicas jóvenes eligieron la mesa detrás de Margarita para sentarse y comenzaron a parlotear sobre sus novios. Una se quejaba de que el suyo no le daba bolilla. Francisco dijo al cabo:
-Parece que se llenó el local.
-Parece –dijo Margarita masticando.
La de la risa cacareó como hacía un rato, pero ahora, sobre el murmullo de voces y platos y cubiertos no parecía gran cosa. A Francisco seguía molestándole.
-Qué risa de mierda -dijo.
-Deberían callarla.
Francisco la miró masticar. Dijo:
-Y ¿se te ocurrió algo?
-Matarla.
-Me refería a los pies.
-No, no tengo idea. Menos viendo este machihimbre. Me acuerdo de las fotos y tampoco saco nada de ahí.
-La cosa igual es que me preocupé mucho. ¿A ver tus manos?
Margarita se las mostró. Ya no estaban rojas.
-Con mis pies no se iba. Y lo increíble es, que de haber sido pintura, las medias no estaban manchadas. Así es que estaba en casa de Pablo, esa noche, y me quemaba la cabeza pensando qué tenía en mis pies. Llegué a creer que era Lupus, como a mi vieja.
-Seguro era un pavada –dijo Margarita entrándole a otro pedazo de pizza.
Ella lo miraba agachada sobre el plato. No comprendía cómo, después de cinco años de conocerlo, Francisco no había cambiado los anteojos, ni el peinado, ni la ropa. Estaba frente a la misma persona, pero no era la misma. Antes Francisco era distinto con ella.
En eso, la muchacha que estaba tras Margarita comentó que el novio la había dejado y que ella, en su desesperación había ido a buscarlo. Volvieron, también dijo, pero ya no era lo mismo, algo fallaba.
Margarita:
-Parece que nos sucede a todas –y dibujó una media sonrisa que Francisco correspondió como pudo:
-Parece –dijo al fin.
-Sí, era lindo.
-Qué cosa –se esforzó por comprender Francisco.
-El departamento, qué otra cosa iba a ser.
-Pensé que el novio –y festejó el chiste con un guiño que a Margarita le pareció exagerado.
-La cerveza –intervino el mozo. E hizo un gesto con la nariz, como si le picara, que lo transformó sin más en un roedor definitivo. Era moreno, bajito y flaco como una vara de álamo.
-Gracias –dijo Francisco.
Y el ratón desapareció por donde había venido, sólo que esta vez tuvo que esquivar a un grupo de amigos que juntaban mesas y armaban una larga, contra la pared. Entre ellos, había una muchacha cuyos pechos esbozaban los pezones sobre una remera negra, estampada con letras naranjas. Vistosos, Francisco los observó y Margarita lo supo. Él se apresuró a preguntar:
-¿Dos eran los ambientes? –y se avergonzó secretamente.
-Sí. Dos. Muy luminosos.
-¿Y cuanto pedían?
-Mucha plata. Igual el tema eran las garantías.
Pareció que diría algo más. Al cabo:
-Siempre son las garantías.
-No la conseguiste, todavía.
-No.
A Francisco el rostro nulo de Margarita le hizo pensar en las fotos. Él tenía esa cara en ellas antes de hablar por teléfono a Buenos Aires. Después se había sentido feliz y eso también lo mostraban las fotos.
-¿Te das por vencida?
-No sé, qué querés que haga. Me quiero mudar.
-No hablaba de las garantías. Me refería a los pies.
Ella lo miró con expresión resignada. Tenía el tenedor suspendido en el aire y antes de hablar lo agitó y los aros también se movieron.
-¿Habías pisado algo?
-Por ahí vas bien encaminada.
-Me rindo. Qué era.
Margarita esta vez no levantó la vista del plato. Francisco lo interpretó como una mala señal.
-Cera.
-¿Cera?
-Sí, cera. En la pensión, los pisos brillaban como nunca, te lo había dicho. Así es que al rato, pero muy al rato, deduje que por caminar descalzo en esa habitación me habían quedado así. Por eso no estaba en las medias ni en las zapatillas.
-¿Y la suela? –ella le hablaba al plato
-Gastada durante el día no presentaba signo alguno de la mancha.
-¿Y eso qué tenía que ver con el machihimbre?
-El color, la cera y la madera –sonrió él con entusiasmo- Ahí estaba la pista.
Margarita no dijo nada. Al cabo y a la cara:
-Parece el cuento de la buena pipa.
Francisco recordó al hombre calvo que fumaba. Lo buscó entre las mesas y un mozo pasaba una rejilla sobre la que ocupara.
-¿Por qué?
-Porque no tiene sentido.
-Cómo que no. Vos tenías las manos rojas y yo…
Francisco creyó entender y calló.
-No hablo de eso –dijo Margarita.
Y después:
-¿Te das cuenta?
-Perfectamente.