7 de enero de 2008

Colunmas circulares: hablar y hablar del vino


Soy trabajador del vino. Sólo que trabajo en él de una forma muy particular, casi parásita. Porque ser columnista de vino es una forma muy singular de ganarse la vida, parar la olla y llenar la panza con buenos vinos, eso sí. Ya que no se pisa la viña o la bodaga sino para mostrarlas y hacer un comentario destinado a tentar a un bebedor desprevenido a elegir el vino en cuestión.
Muy en el fondo, tengo siempre la casi penosa sensación -como dijo el Gran Carpentier- de repetir vagamente un dictado al que uno le pone cierta caligrafía de presición, digamos un decorado especial, un barroquismo personal para seguir en la línea del autor de los Pasos Perdidos. Y que haciéndolo, como le sucede a cualquier colega, uno es mejor columnista cuanto más estilizado es el recurso para decir tal o cual bondad de un producto. Me explico mejor: he llegado a la convicción de que el periodismo de vinos, como casi todo el periodismo, es una forma muy singular de publicidad mediorentada. Y si la publicidad a secas puede vender mundos de precios y colores variables porque es lícito en su declaración de principios, el periodismo publicitario del vino tiene que lograr componer ese mundo como si se tratara de una verdad inequívoca, irrefutable, lapidaria, algo imposible en el campo de la verdad y mucho más en el campo de la verdad general que hace el negocio de un particular.
Pero lo más lamentable, en todo caso, es que la mayoría de los periodistas, columnistas, comentaristas y cualquier otroísta aplicable al tema, a falta de mejor y más afilidas ideas para armar ese mundo de verdades comprables caen (caemos) en el clasisismo o el tecnisísmo místico del vino. Es decir, en remontarse a la antigüedad clásica en las primeras tres líneas de texto o minutos de alocusión, como si el pasado remoto todo lo pudiera consolidar por el simple hecho de que fue así porque alguien lo dijo, o bien, porque antes que nosotros hubieron unos sujetos de coraje y espada que brindaron sus valores en esta bebida. O, en el caso de la jerga técnica, para ahondar en descripciones que tienen la capacidad narrativa del mármol; y eso, en el caso del mejor comentarista de vinos.
De ahí que, cuando tuve que pensar en una imagen para ponerle a una columna de vinos que nunca publicó Clarín (y nunca supe bien por qué) había hecho a manera de boceto el sencillo dibujo que encbeza este teto, con una columna de vinos, y luego este otro:

Aunque, pensándolo bien, quizás se trataba justamente de eso: cuesta que el periodismo de vinos asuma su condición publicitaria -singularmente publicitaria, hay que deciro así- y de ahí, sospecho, que no les gustó la idea de hacer una presentación irreverente a los señores de clarín llevar. Después de todo, qué esperan los lectores del vino, sino al parecer mágicos, remotos mundos que les den licencia franca y de alcurnia para empinar la copa y clavarse una botella de vino.
Curioso este ejercicio parásito de hablar y escribir de vinos. Porque, más curioso aún, no existe esa estilización para un asado ni hay tantos barroquismos en las mejores pastas por más marcopolo que se cite mediante. Así las cosas, aunque irreverente, sigo practicando el arte de hablar y escribir sobre vinos, que ya es todo un barroquismo sin una copa en la mano y por medio de un blog. ¿Habrá escapatoria al círculo explicativo? ¿Podremos hacer del vino una bebida sin mediaciones y no un discurso? Me encantaría porder decir que sí.