15 de agosto de 2009

Un grano de arena viajando en el cosmos



Cuando Toñito cumplió los diez años su abuelo lo llevó al observatorio. Esa misma noche, viendo los anillos de Saturno encintar al planeta, supo que algún día ajustaría el cinturón de seguridad rumbo al espacio sideral.
Hay hombres que tienen determinación y niños que padecen de vocación y voluntad. Toñito era esa clase de personas. Al día siguiente de la revelación, en el patio del colegio le dijo a su novia que un día la vería desde el espacio. Y ella se rió y esa fue, de paso, la primera pelea que tendrían en su vida. Cecilia también era de esas chicas determinadas y hasta casarse con Toñito no cejó en su empeño de conquista.
Y juntos llegaron al día de la primera misión espacial de Toñito. Habían atravesado toda clase de circunstancias previas: desde la escuela técnica –Cecilia recordaba con cariño el yunque que él le había dedicado-, la carrera de ingeniería aeronáutica, las horas de pilotaje, el largo adiestramiento que llevó a Toñito a ser el primer astronauta argentino de la historia.
Ahí estaba Toñito ahora: caminaba por la cinta hacia el cohete con la misma convicción que habían transitado la vida. Esa rara fe que a veces posee a las personas cuando saben qué deben hacer y qué es lo correcto. Cecilia lo observaba por el monitor de la comandancia: parecía un Dios enmascarado y supo que Toñito sería otro al regreso. Pensaba en todos los padecimientos que había debido atravesar para llegar a ese día, incluyendo las largas abstinencias mientras su Dios estuvo asignado en Cabo Cañaveral y ella en Ezeiza. Pensaba en que por fin ahora, cuando regresara Toñito hecho un héroe, su novio de toda la vida pondría atención a la trayectoria del hogar, a la órbita de los hijos que tendrían y a la gravitación del chalecito en las afueras de la ciudad. Tanto habían compartido, que incluso ella hablaba su lengua.
Toñito, en cambio, miraba la cinta gris que se desplegaba entre él y la escotilla del cohete como si se tratara de una aparición largamente esperada. Flotaba ya, aunque con sus pies lastrados por el traje, apenas podían despegarse del suelo para andar. Pensó en Cecilia: a ella le dedicaba este logro y de pronto la recordó en el patio de la escuela, la mañana en que se decidió a contarle su plan, que luego se había ido concretando con el vértigo precipitado y constante de los cometas. Y se supo acompañado, feliz.
Lo que siguió fueron tres horas para las que se había largamente preparado: el conteo regresivo, el chequeo de todos los instrumentos y ese momento final, minutos antes del rugido de las toberas, en que puso la mano en el cinturón y se sintió atado al destino, a Cecilia y a la Tierra. Luego se encomendó a los astros, tomó el comando y presionó el botón de ignición cuando la cuenta llegó a cero.
Cinco minutos más tarde, su nave derivaba por el cosmos mientras escuchaba por el intercomunicador los aplausos que allá, en Cabo Cañaveral, Cecilia compartiría con los otros miembros de la NASA.
Su órbita era tan precisa como lo había sido su destino. Llegaría al satélite, acercándose lentamente, mientras la tierra giraba serena y celeste a su derecha, y emprendería la tarea de acoplaje. Luego, una vez asido el aparato, Toñito tenía que salir de la nave y a reparar el aparato.
Poco después, su colega y amigo Paul Rogers, con quien habían cursado juntos los estudios en la NASA, tomaba el control de la nave y él se disponía a entrar en la cámara de salida. “El primer argentino en caminar por el cosmos” pensó obnubilado por los titulares que ya se imprimían en Buenos Aires.
Y así salió al espacio sideral: sabía que una mácula de polvo era como una bala a la velocidad en que orbitaban y que no debía pensar en ellas, sino concentrarse en avanzar hacia el satélite, siguiendo una trayectoria lineal desde la puerta. Era una maniobra delicada, de percisión y riesgo.
Corroboró que el cinturón de anclaje estuviera cerrado en sus extremos. Y abrió la escotilla al silencio del universo. Con un leve empujón de sus pies, empezó a izarse y al llegar al borde de la escotilla no pudo menos que maravillarse: entre él y la nada no mediaba distancia alguna; y entre la nada y todo lo que era su vida, ahora lo ataba sólo un cordón umbilical reforzado y a prueba de impactos.
Como en una piscina, se empujó de las barandas de la escotilla y todo el cuerpo emergió hacia el abismo. Paul lo observaba desde la cabina y por un instante Cecilia volvió a sus pensamientos: cómo le hubiese gustado que ella estuviera allí, para verlo realizar su sueño, su promesa, su voluntad y designio.
Medio minuto después llegó al satélite. En ese punto, el cordón umbilical estaba todo lo tenso que podía. No había margen de error. Y ahora era cuestión de encajar aquí y allá unas piezas que traía de recambio y de vuelta a la nave, a casa y al sueño cumplido. Se disponía a abrir el compartimiento de seguridad del satélite, cuando una piedrita, no más que una arveja, que venía viajando desde hace millones de años desde algún lugar recóndito y en una trayectoria involuntaria pero precisa, dio contra el cordón.
Toñito nomás sintió el cimbronazo, como cuando se tañe una cuerda, y sus manos quedaron a un milímetro del satélite. Un milímentro en las distancias del cosmos no cuentan en los cómputos de los especialistas. Pero para Toñito, un milímetro, en flotación y sin anclaje, era el infinito. Parecía que nada había sucedido, pero su suerte estaba ya echada: bastaba la convicción de Toñito, su astucia y conocimiento para saber que, por más que lo intentara, no podría volver a tocar la nave con sus yemas, porque ahora se separaba de él inexorable, milimétricamente.
Tomó y tiró del cordón de seguridad con fuerza, en un intento desesperado por regresar a la nave. Pero estaba cortado. Para su dasgracia, no tenía ya otro camino que seguir la derivación universal de las cosas, hasta hacerte polvo contra algún astro o quedar atrapado eternamente en la órbita de algún planeta o planetoide, al cabo de unos miles de años.
Paul Rogers lo observaba desde la cabina. Su situación era difícil, imposible ya: con el satélite junto a la nave, no podría maniobrar el cohete para un rescate en forma segura y para cuado todo estuviera ya en orden como para hacerlo, Toñito estaría a un centenar de metros del cohete y rescatarlo sería imposible sin poner en riesgo su propia vida.
En ese momento Paul recibió órdenes de no preceder.
Y Toñito veía cómo se alejaba el cohete blanda, lentamente derivando en el cosmos. Entonces se supo perdido. Escuchaba por el intercomunicador cómo los teóricos de la NASA se debatían en desconsuelo y cómo, también, Paul le decía que no perdiera la calma, que podría enderezar la nave y salir en su ayuda.
Pero a Toñito nada de esto le preocupaba. Había recorrido un largo y voluntario camino hasta allí y no podía menos que pensar en Cecilia. A ella, seguro los técnicos dirigirían los cómputos estadísticos para demostrar lo imposible de una colisión así, le darían sus condolencias y luego la visitarían los hombres del seguro para que supiera que estaba a salvo. A él, en cambio, no le quedaba otra cosa que verse alejar inexorablmente de la nave, por su propia inercia, causada una arbeja nacida en una explosión a millones y millones de kilómetros de allí, por lo que ahora sabía era una falla en el destino o una comprobación de que las cosas siempre están escritas de antemano. Como aquella vez, en que fue al planetario y le explicaron, mientras veía Saturno ajustarse en sus cinturones, que cada uno de los anillos –la palabra anillo fue más dolorosa que ninguna otra de las que había imaginado- estaban formados por polvo cósmico atrapado en la gravitación de esa esfera gigante.
Quizás algún día fuera a parar a Saturno, fue lo último que se dijo, antes de empezar a respirar de su reserva y desconectar el comunicador para dejarse llevar por los recuerdos. Libre, más libre que nunca, suelto en el espacio como un designio sin presagio o un destino sin trayectoria, pero con un triste final.

2 comentarios:

Unknown dijo...

hola amigo, muy buen relato. la escena del pobre Toñito perdiéndose en el cosmos me hizo acordar a una película de, creo, Brian De Palma, donde un tipo muere de manera similar.¡qué momento! yéndote al carajo más solo que kung fu.
salud

Joaquin Hidalgo dijo...

Es así, amigo. bien mirada la cosa no es muy distinta a la deriva natural de las cosas en la vida, sólo que en el espacio, lo que no es muy distinto tampoco.