13 de septiembre de 2009

Síndrome de Jerusalén


(la foto linkea a su propietario en flikrt)
A Nicolás: por contarme esta historia que exagero a gusto.

No sé si será verdad. O si en todo caso es una buena fábula moderna con contenido religioso. Pero así me lo contó un amigo. Y como buen amigo que es, por qué desconfiar. Él estaba de paso por Jerusalén. Un paso largo, más bien. Porque como judío creyente, en un punto ladino conocedor de su minoría religiosa, penitente en algún grado, qué va, había llegado a la ciudad que por siglos disputaron cristianos, judíos y musulmanes, con el único fin de pasar allí una temporada religiosa. La estadía incluía estudios. Secundarios, para ser precisos. También un puñado de retiros y meditaciones que, entre las sesiones de marihuana, dados y música en la trasnoche del kibutz, alternaban bien con el propósito religioso.
Sí, un Kibutz. Una de esas instituciones que tienen la pizca socialista del sionismo primitivo, pero que ha llegado a ser un asilo, un campus para creyentes con ganas de trabajar y conocer la tierra prometida, a un prometido módico precio. El kibutz se dividía en casas, y en una de ellas, contó, compartía habitación con un yankee del medio oeste; Matheu dijo se llamaba. En la otra, un francés y un italiano, que a los efectos de esta historia no cuentan con más detalle que su nacionalidad y cierta afición por el trago. Mi amigo, como los demás, apenas tenía 17 años.
Mientras me lo contaba pensé en lo que hacía yo a esa edad. Y la perspectiva, el tufo y el polvo de una Jerusalén milenaria, me llevaron a pensar también que eso de ser creyente encerraba algún tipo de secreto maravilloso. Especialmente porque fumar yo entonces no fumaba, pero más que eso, porque tampoco vivía sin mis padres, en otro continente y con gente como un yankee, un italiano o un francés.
Los cuatro estudiaban juntos, además. Qué, no sé si me quedó muy claro. Pero creo recordar que mi amigo contó era algo así como teología judía. Nada serio, igual, algo para principiantes. Entonces como ahora me pregunté cómo podía ser una teología para principiantes. Pero mi amigo dijo que así era, y por qué desconfiar si creo que lo que contó pudo ser verdad.
Parece que por las noches, casi como un ritual o una oración previa al sueño, los cuatro se juntaban a jugar a los dados. Sospecho que un poco del simbolismo de los soldados romanos podría pendular en la sala. Cuatro soldados jugándose el porro de Jesús a los pies de una cruz hipotética. Pero quizás esto sea algo que se me ocurre a mi, en este momento, a miles de kilómetros de Jerusalén y con un embrión de conciencia religiosa. Entonces los dados rodaban; el que perdía, daba de fumar.
Así pasaron los días, los meses. Con cada golpe del cubilete y los cinco dados batiendo, echaban sobre el mantel combinaciones posibles dentro de treinta caras combinables. Muchas posibilidades, supongo. Y supuso mi amigo también, fue por tanta combinación que no notaron, al menos al comienzo, que el yankee empezó a saltearse reuniones. Un lunes no vino y el resto de la semana sí. Después, tampoco el jueves.
Como era de esperar, dedujeron, tenía un compromiso de plegaria a las piernas de otra estudiante del kibutz, con la que lo había visto caminar por las tardes amarillas del desierto, o bien a la sombra pobre de alguna palmera de las que circunvalaban el alambrado. Nada más falso, dijo mi amigo. Pero eso sólo lo sabría semanas más tarde.
Los estudios de religión marchaban como con la fe: cosa de no creer para terminar creyendo que marchaban. Un poco de los textos más antiguos. Otro, de interpretaciones modernas que incluían al Estado de Israel en permanente amenaza. Todos teñidos del conflicto palestino que hacía estallar alguna que otra convicción en algún punto del país, al menos una vez cada muerte de rabino. Todo liso, todo normal, como le escuché decir.
Pero hacia la cuaresma cristiana la cosa empezó a complicarse. Ya que Jerusalén es tierra dividida, en tiempos en que a cada una de las cinco creencias que la habitan le toca algún punto clave de su liturgia, las otras cuatro, como si nada pero con algo: no pueden pasarla desapercibidos. Así fue cómo, aquella cuaresma de 2.000, la ausencia del yankee caló un poco más en el juego de los dados. Porque ya no era un día. Tampoco dos o tres. Ahora se prolongaba por una semana y al comienzo de la segunda, mi amigo puso el grito en el cielo:
-No puede ser que este pelotudo no venga –dijo que dijo.
Y a continuación decidieron revolverle las cosas, la ropa, los libros de teología en busca de una pista. No encontraron droga. Nada de la chica ni nada que pudiera parecerles significativo. En cualquier caso, el yankee estaba más limpio que cuando lo habían conocido. Ma-theu Rey-nolds, recuerdo mi amigo silabeó en el café aquel de la calle Entre Ríos, antes de pasar a contarme los detalles más funestos de lo que entonces llamó El Síndrome de Jerusalén.
Se acercaba la pascua y el yankee no aparecía. Las autoridades del kibutz los habían citado, cada uno a su tiempo, a mi amigo, al francés y al italiano, para saber algo más sobre Reynolds antes de pasar parte a la policía. Ese era el procedimiento. Los tres habían dicho lo mismo: sin que ellos lo notaran Matheu había comenzado a ausentarse. Ninguno mencionó la marihuana ni los dados, como era previsible. Pero como un kibutz es, según mi amigo, lo más parecido a una comunidad hippie organizada, ni las autoridades las pidieron ni ellos necesitaron dar precisiones acerca de algo que estaba tan claro, como la verdad del Santo Sudario.
Pero el yankee no aparecía. La chica que suponían frecuentaba, una tarde de finales de marzo fue abordada por el francés, literalmente. Con la excusa de que tal vez ella podría decirle algo, la envolvió con sus Puentes del Sena y al poco rato salían de lo más despeinados por detrás de unos arbustos. Mi amigo los vio. Él fue testigo. El italiano, en cambio, ni mú. Para él, cada cual con lo suyo era la ley de moisés, en tanto cada sanción tomara en cuenta sus intereses, los de su familia y su pueblo, y en ese orden. Que el francés obrara como detective participante, lo mismo daba. No así para mi amigo.
De manera que esa noche, una antes de la pascua, mientras arrodillados a la mesa del living fumaban y sacudían el cubilete, mi amigo, al golpearlo con fuerza contra la mesa y antes de destaparlo, salomónicamente anunció:
-Si estos dados son ganadores, vos –vouz, confundió señalando al francés- estás perdido.
El otro lo miró con cara de generala.
-Si son los ganadores –repitió- tendrás que explicarle a Matheu que te curtiste a su mina.
No fue necesario. Matheu en persona lo escuchó, con el pomo de la puerta en la mano. Ahí estaba. Alto, flaco, con una barba de varios días, semanas, suspendida sobre el pecho decidido y escoltada por un túnica blanca y sucia que le llegaba hasta poco más abajo de las rodillas. Silencio denso. Una pausa como de resurrección. Hasta que el propio Matheu, viendo a sus compañeros de vivienda, a sus acólitos arrodillados a la mesa jugándose sus bienes a los dados, dijo:
-Soy yo, el hijo de Dios, el mesías, el elegido –al tiempo que estiraba las manos, las palmas hacia arriba.
Lo que siguió fue una gran confusión mística, según mi amigo. El yankee, de pie junto a la puerta, envuelto en la túnica apenas ondeante era como un espectro resucitado de sí mismo: flaco como nadie lo había visto jamás, barbudo como nadie llegó a sospechar podía estarlo, él, Matheu Reynolds, aseguraba ser el hijo de Dios, el nuevo mesías, el elegido. Caminó lentamente hasta el medio de la sala. Sus pies levitaban apenas; y la mirada, de una serenidad espeluznante, transitaba las cosas como si no estuvieran o no las quisiera ver.
Arrodillados los otros lo observaban. Y dijo mi amigo que lo vieron andar hasta la habitación, tomar sus cosas lentamente y meterlas de a una, cada una ceremoniosa, parsimoniosamente en un bolso liviano. Mientras, los sermoneaba sobre la pobreza y la verdadera fe que encarnaba. Parecía que el francés comenzaba a creer. Algunas lágrimas rodaron por su mejilla y casi arrastrándose fue a besarle los pies, implorando perdón por haberse robado a María Magdalena, la cual, con su entrega, y esto dijo mi amigo dijo el francés, probaba la veracidad de su fe y su juramento, porque ella, la mujer del elegido, se había acostado con él entre los espinos del huerto.
El italiano, aún a la mesa, no se había movido. Borracho y fumado, permanecía recogido en sus pensamientos, absorto ante la posibilidad negada por el judaísmo de que apareciera un mesías. El mesías. El hombre esperado por más de cinco mil años. Se debatía ante las posibilidades. Sopesaba el misterio místico de cara a un yankee que había conocido como yankee y que ahora aseguraba ser el hijo de Dios: justo un yankee. Medía la convicción del otro. La sobaba. Y a cada minuto que transcurría, a cada poner del mesías las cosas en su sitio, lenta, parsimoniosamente, mi amigo veía crecer en el italiano una línea de fe, un centímetro cuadrado de convicción en la existencia.
-Pero todo eso era una farsa –dijo mi amigo con amargura- todo –incluso repitió.
El yankee, sí, tenía convicción en lo que hacía. Estaba seguro de ser el elegido, una claridad difícil de igualar por los caminos de la fe estándar de un kibutz. Pero había algo que no cerraba. Algo, que cuando vio meter en el bolso la computadora portátil, le sonó a cuento más barato que místico y llamó por teléfono a la oficina del kibutz. Eran, dijo, cerca de las diez de la noche.
Dos horas después, el mesías partía con chaleco de fuerza, escoltado por dos robustos enfermeros del hospital psiquiátrico de Jerusalén. Según mi amigo, el enfermero parecía canchero al convencer al mesías de que se pusiera su nueva túnica, más rígida, más acorde con el trato que recibe un loco antes que el iluminado. Canchero, fue la palabra que usó. Y la que esa tarde, en aquel café de la calle Entre Ríos, nos llevó a callar mientras mirábamos el piso como quien cuenta baldosas.
-¿Y si era verdad? –dijo al fin mi amigo.
Lo miré en seco. Era evidente quería creer.
-¿Y si era verdad que el yankee era el nuevo mesías?
Largo e incómodo silencio.
Después contó que Reyonolds había estado cuatro meses internado y que la convicción voltaica del electro shock había sido mucho más que su pobre delirio místico, fichado, catalogado por la psicología moderna como Síndrome de Jerusalén. Cuando salió de la clínica mi amigo todavía estaba en la ciudad. Dijo que lo vio llegar demacrado al kibutz. Que tomó las pocas cosas que le quedaban y se lo llevaron los padres, uno a cada lado, más graves que una marcha fúnebre, hacia un auto y el aeropuerto y después el medio oeste americano. Mi amigo dijo que la semana anterior había recibido un mail suyo, luego de año y medio. Le contaba que estaba bien y que lo habían dado de alta. Ahora tenía otra novia: era moza en el bar donde se habían conocido. Nada decía de esos días en los que sintió ser el elegido. Ni una palabra. La moderna ciencia del encausamiento había hecho tierra arrasada de sus convicciones.
Mi amigo me miró desesperado, culpable.
-Lo matamos de nuevo –dijo.

1 de septiembre de 2009

Alto de las arañas



(mi cámara no era la mejor, pero se pueden ver las arañas en el contraluz)

De todos los viñedos que he visitado, ninguno me ha sorprendido tanto como uno ubicado en los valles arequipeños, en el Sur de Perú, al que llegué en 2005 como corresponsal de la Guía de vides y vinos Asustral Spectator. Se trataba de una pequeña bodega productora de Pisco llamada La Joya, instalada en nuevos regadíos ganados al desierto de altura y hecha con el más absoluto fruto del pulmón humano.
Llevábamos una buena hora y media conversando con Octavio Torres de la Gala, su propietario, y por alguna razón, notaba, este ingeniero mecánico cincuentón prefería aplazar la visita al viñedo. Se hacía tarde, el sol ya teñía la fina arena del suelo como si fuera una porosa cáscara de naranja, cuando me puse de pie y le pedí que fuéramos a ver la viña. Pronto tendría que partir.
La pregunta que me hizo fue de lo más inesperada:
–¿Le tiene miedo a las arañas?
Me tomó un segundo interpretarla.
–¿A qué se refiere, exactamente, con miedo a las arañas? ¿A algún tipo en particular?
El hombre me miraba evidentemente incómodo.
–Muchas, muchas arañas –dijo.
–En ese caso será digno de ver, supongo.
Y partimos cuesta arriba por El Fundo El Denuncio, como se llama el viñedo, hacia el paño de vid que se extendía al pie de una blanda loma, unos trescientos metros cerro arriba, en la más completa y desnuda aridez.
Antes de llegar al viñedo, Torres de la Gala cortó una vara de un cardo seco y me aconsejó que hiciera lo mismo. En ese momento tenía en mente la escena de Indiana Jones buscando el Arca Perdida en una cueva oscura, en la que unas arañas grandes como manos desciende lentas por las paredes. Veinte metros antes de la viña la película se deshizo en una imagen más contundente: las plantas estaban cubiertas por una niebla blanca. Completamente cubiertas, apenas nevadas por telas de araña que formaban nudos acá o allá.
Nos miramos.
–Se lo dije.
Se atajó el productor. Miles, miles de arañas del tamaño de una moneda deambulaban por el piso, se dejaban caer suaves desde un brote con las patas duras y abiertas y, llevadas por el viento, describían círculos amenazadores en su vuelo. En cuanto a su tipo, a simple vista se distinguía que eran grises, moteadas y culonas.
–¿No son venenosas, verdad?
–Qué va –sonrió Torres de la Gala-, son bien mansas. Si todavía quiere entrar, lleve la vara delante.
Avanzábamos envolviendo las telas como hacen esas gimnastas que dan vida a una cinta, sólo que cada tanto debíamos golpear el palito en el suelo y deshacernos de las arañas que comenzaban a escalarlo. En cuanto a las que correteaban por el camellón y los surcos, intentaba esquivarlas, pero la sensación de que ascenderían por las zapatillas era de lo más persecutoria. No ahorré víctimas y pisé unas tres docenas. Me parecía oír el crujido bajo mis suelas.
Cuando emergimos de ese mundo confortable sólo para Peter Parker, nos sentamos en un lagar de hormigón, apenas elevado sobre el viñedo. Torre de la Gala dijo que la invasión se repetía todos los otoños y que llegada la primavera se iban. Entre los siete años que llevaba al frente de la Joya lo había intentado todo: químicos, fuego, agua. Las arañas volvían puntuales cada temporada y cubrían el viñedo y allí se reproducían. Nadie sabía explicar el fenómeno y los técnicos de la Universidad de Arequipa estaban tan desconcertados como él: los cultivos cercanos de pimientos, tunas para cochinilla y cientos de hectáreas con sandías escapaban por completo al asedio. Sólo la vid, dijo, parecía atraerles.
El sol se había puesto ya en las montañas cercanas y el volcán Misti, a nuestra espalda, conservaba el último tramo de su afilado cono iluminado. Cuando Torre de la Gala me dejó en el poblado cercano ya era de noche. Antes de subir al bus el hombre me dio un fuerte apretón de manos y deslizó en el mismo acto una botella de su azarado pisco.
–Gracias por venir –dijo– ha sido muy valiente al entrar al viñedo. De todos modos le pido disculpas.
No recuerdo qué fue lo que respondí, pero seguro fue un no se preocupe, ha sido usted muy amable. Ahora que escribo este relato sobre la asombrosa geografía del vino, pienso en los muchos productos que toman el nombre de cosas insólitas. Pienso en el famoso Alto Las Hormigas y no puedo menos que sonreír: quizás algún día encuentre en un escaparate un Pisco llamado Viña Arañas.

(Si pinchás acá encontrarás el lugar exacto donde tuvo lugar esta crónica)