27 de julio de 2009

Taxitas y porteros: una rara relación hay



Si el Peugeot 504 es una especie de fábula dentro del mundo de los coches, entre los taxis es algo así como el había una vez de los cuentos clásicos. Es imposible que dentro de ellos no pasen cosas cuando se viaja. Cosas siempre decadentes, como es el auto en sí.
Ronronea al ralentí en los semáforos y sobre los muelles de sus amortiguadores, tan gastados como las escaleras de Tribunales, el coche transita la ciudad en una especie de médium entre la victoria y la derrota permanente. Sus taxistas, de paso, son el género más curioso.
Como ese petiso de pañuelo al cuello que manejaba aquel invierno de 2005, en que salté a un taxi con la primera llovizna. Indiqué Recoleta y el hombre me miró como si hubiera visto un oligarca.
-Voy al trabajo.
Dije con algo de vergüenza. Y entonces, por ese tipo de errores que se cometen a menudo en el mundo de los taxis, el hombre se vio con la libertad de opinar. Más que de opinar, de contar lo que le acaba de pasar o había pasado alguna vez. Fue al trabarnos en el primer semáforo, dejando Rivadavia detrás.
Ves esa mina, dijo, se parece a una que conocí el otro día. Yo pensé: de qué me está hablando. Me hablaba, claro, de una fantasía o una realidad difícil de distinguir, tan mezclada de sudores y grasa como podía estarlo el pañuelo que este hombre llevaba al cuello.
-Fulminante.
Dijo, como si se refiriese a un penal o un ataque cardíaco. Según contaba en la medida en que transcurrían las cuadras, esas cuadras estrechas del barrio de Congreso siempre a la sombra, dijo que una tarde de lluvia, como fueron todas ese año lluvioso, una señorita ligera de faldas le hizo señas para que se detuviera. Dijo, también, que no habían hecho más de diez cuadras cuando ella empezó a indagar sobre su vida marital.
-Y ahí me la vi venir –agregó con orgullo de hombre en sus cincuentas-: ella quería guerra.
Conviene aclarar que además del grasiento pañuelo, este profesional del manejo tenía cara de pocos amigos: la viruela o un escopetazo le habían dejado la cara mordida como por mosquitos infernales, junto a una gran cicatriz que le empezaba en la comisura del labio y le llegaba hasta la oreja. Si Bobbit, recuerdo que pensé, con la hombría cortada se hizo pornostar, por qué este taxista entrado en años no podía aspirar a ser protagonista de un tema de Arjona. Lo mío, estaba claro, era pura discriminación.
-La cosa es que la mina empezó a subir el tono de la conversación.
Dijo.
-¿Cómo?
Pregunté con la misma ingenuidad que los semáforos pasaban del rojo al amarillo y al verde.
-Diciendo que el novio la había plantado. Diciendo que había tenido planes para esa noche y que ahora estaba sola.
Una luz roja nos detuvo. El tipo volteó y por primera vez vi cómo la cicatriz formaba un camellón fucsia sobre su mejilla. Me observaba, la mano en la palanca de cambio del 504, mientras esperaba algún tipo de comentario cómplice.
-¿Qué hiciste?
Le solté. El hombre rió de medio lado y la cicatriz formó una diagonal difícil de olvidar.
-Cómo qué hice: entré al primer telo que vi, como quien pasa por un peaje.
Sonrió.
Sonreí.
El no decía la verdad y yo no tenía por qué creerle. Fingimos. Volvimos a reír y luego viajamos hablando de aventuras insólitas. Como esa otra tarde, dijo, en que una adolescente le había propuesto chupársela y habían acabado en la costanera meciendo el 504 como si se tratara de una Samba del desaparecido Italpark. O esa otra vez, en que este hombre de pañuelo y mocasines, llevó a una ejecutiva despechada y acabó metiéndole el trozo en la boca, el pantalón a media caña y las manos en una nuca que tenía el pelo “más suave que había tocado nunca.”
Y así siguieron las historias hasta que bajé. Ya en la calle me sentí aliviado de haberme librado de sus fantasías. Fui hasta la redacción de la revista y en la puerta me crucé con el portero. Fumamos un cigarrillo y miramos las chicas pasar mientras perdíamos el tiempo mirando a las chicas pasar.
-El otro día se me tiró una.
Dijo el hombre del mameluco cuando el cigarro llegaba a su fin. Otra historia de arrojos inesperados, sólo que ahora sin el Peugeot pero con la franela de darle a los pasamanos de bronce.
Sonreí.
Sonrió.
Ya en el ascensor, pensé: qué extraña relación habrá entre los porteros y los taxistas que conducen sus 504. Aún no la descubro, pero que la hay, la hay.

largo silencio: estoy de vuelta

Simple como un mate a la mañana: voy de vuelta con mi pasión de contar el mundo. Y les dejo, vaya uno a saber a quién o quienes, una breve crónica de taxistas y porteros. Salud terrícolas, hay vida en martes.