16 de mayo de 2011

El sabor de las granadas


Por fuera no dice nada: es un fruto de una piel seca y dura como el cuero, de un color amarillo pálido, que padece un áspero sarcoma gris oscuro cuando está maduro. Tampoco el árbol tiene alguna virtud: como es chico da poca sombra y su madera es flexible aunque no parece gran cosa. Pero al cortar una granada suceden cosas inesperadas: la primera es un profundo asombro al ver ese rubí furioso repartido en celdas de un panal muy blanco; lo segundo, el descubrimiento de su perfume seductor, capaz de hacerte olvidar todo lo que pudiste pensar antes de probarla.
La granada es para muchos un fruto desconocido. No tiene el sex appeal de las frambuesas, ni la prensa erótica de las manzanas. Se come con dificultad, separando las pepitas de la piel y el hollejo en lo que resulta una tarea bastante laboriosa y lenta. Pero para mi, que las comía de chico, la cosa siempre fue distinta: el verdadero sabor de las granadas se consigue mordiendo su pulpa, apretando las pepas contra el paladar para que suelten su jugo, y escupiendo el hollejo astringente un instante después. Cada vez que vuelvo a comer una granada de esta forma bárbara –es inevitable mancharse-, su dulzor, frescura y perfume alcanzan para resucitar al niño que fui.

El árbol de granadas de mi infancia no estaba en casa, sino a unos 250 kilómetros, en la finca de unos amigo de mis padres, en San Rafael, al sur de Mendoza. Esa finca, esas granadas, eran un misterio que cada año tenía lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando los dos familias se juntaban. Nosotros cruzábamos el desierto en auto, un viaje bastante aburrido en la perspectiva de un niño, pero que al final, cuando llegábamos al oasis –no puede haber palabra más parecida a paraíso, en sonoridad y fuerza-, premiaba con unas infinitas alamedas de oro que conducían hasta la tranquera de la finca.
Antes que los amigos, nos recibían los perros con sus ladridos. En especial una salchicha atorranta y ladina, que yo adoraba y que en esos días se convertía en mi compañera de aventuras. Juntos cruzábamos canales de riego, buscábamos cuises entre las pilas de leña, admirábamos el porte de los caballos, su pelo corto y brillante, e íbamos corriendo carreras hasta el granado cada vez que se nos antojara.
En esas vacaciones cortas no había placer más grande que comer las granadas con los pies en el agua helada del canal de riego. Partirlas con la mano y dejar que su jugo goteara sobre la corriente, diluyéndose al instante en su reverberación. El sabor pleno, la frescura y suculencia de la fruta, invariablemente me sorprendían como un oasis diminuto y vital tras el la dureza de la cáscara, un raro oasis rojo y fulgurante bajo los destellos del sol.
Hoy, cada vez encuentro una granada en alguna verdulería (son pocas las que las venden), no dudo en llevarme algunas para probar suerte. Si están buenas, volverá el murmullo del viento en las álamos, el agua fría de los canales hará doler mis pies y escucharé el ladrido de la salchicha husmeando invisible entre los yuyales. Si, como sucede la mayoría de las veces, está agria y deslucida, la granada será un fiasco que tendrá mucho más que ver con los años que siguieron a la infancia, que con los días plenos del niño que fui.

14 comentarios:

cristina cordova dijo...

Que lindo relato, me transportò a viejos tiempos, con otras frutas y el paisaje verde del litoral.
Un abrazo

Joaquin Hidalgo dijo...

Cristina ¿por qué será que las granadas quedaron en la infancia?

Saludos!

Marta dijo...

Hermoso lo que escribiste sobre las granadas y la infancia.Me trajo buenos recuerdos

Marta dijo...

Hermoso lo que escribiste sobre las granadas y la infancia.Me trajo buenos recuerdos

Graciela dijo...

Gracias Joaquín!!!! Yo también las comía de chica, con mi abuelo Juan, él las traía de la quinta de algún "tano" amigo y las comíamos los 2 juntos.

Joaquin Hidalgo dijo...

Se ve que todos tenemos recuerdos de la granada. Y la granada hoy ¿dónde está?

nosoyyososvos dijo...

pero qué grata sorpresa! más allá del recuerdo de las granadas (que también comparto) lindísima forma de recordar la infancia. beso

Joaquin Hidalgo dijo...

Nosoyyososvos, gracias. Me pasa con algunos sabores y armomas, que son un trampolín de tiempo... seguro a vos te pasa lo mismo.

Beso!

martinauzmendi dijo...

Hola llegue aca por culpa de twitter de @martinauz muy buena nota, yo recien hace poco conoci la granda y me hice granadina para mi barra x que soy barman jejeje
http://unikrestaurante.wordpress.com/2011/05/17/granadina/
abrazo

Joaquin Hidalgo dijo...

Muy buena la granadina, otro clásico de época. A propósito, Unik abrió ya? Lo publiqué hace poco como una promesa para este año, pero todavía estaba cerrado. Los visito en breve!

Graciela dijo...

Las granadas siguen en San Rafael!! mi mamá prepara una ensalada con repollo blanco que es un manjar! prometo traer granadas de mis pagos para vos!!!

Joaquin Hidalgo dijo...

Gracias, Graciela.

Las espero, de veras.

Anónimo dijo...

Que buen relato Joaco, de veras que quedaron en la infancia esos placeres que no son los únicos también recuerdo los nisperos, las moras, y algun que otro caqui o damasquito choreado al árbol de algun vecino.
Un abrazo

Joaquin Hidalgo dijo...

Gracias, Anónimo.

A decir verdad, en mi opinión los caquis y los nísperos comparten cartel, pero en menor medida. A las granadas las ayuda la granadina y a las moras las sostienen los miles de hilos de seda que tejían los gusanos durante el varano con las hojas de esos árboles.