28 de febrero de 2010

Los chanchos comen bajo el cerezo



De los cincuenta kilómetros que teníamos por delante, apenas llevábamos andado unos seis o siete. Caminábamos con nuestras mochilas al hombro, felices por el sol y por el viento, y el bosque aún nos miraba de lejos.
Sobre él, el volcán Llaima se erguía en su cono irregular. Con la perspectiva que la vieja colada volcánica generaba, reseca, la lengua negra de tierra y basalto retrepaba la ladera hasta perderse bajo el hielo en la cumbre. Semejaba una rampa. Una enorme rampa hacia el cielo muy azul de aquel verano de 1996.
Yo iba delante. Siempre caminaba más aprisa que Juan.
La hora lo mismo daba, aunque debía ser ya el mediodía cuando cruzamos un caserío cordillerano. Algunas gallinas emprendieron la fuga a nuestro paso. Incluso un gallo cantó desde la inclinada empalizada de maderas grises, que cercaba el frente de una casa y delimitaba el jardín. En medio, un gran cerezo echaba una blanda sombra sobre el césped bien cortado.
Tres niños nos espiaron por el cerco. Nos saludamos.
El camino se pegaba a la ladera con porfiada síntesis de formas: arriba en una loma, abajo tras la loma, pero siempre empolvado de ceniza gris o cubierto de un fino limo amarillo que hacía nubes al pisarlo.
Al cabo de una loma me detuve a beber. Juan me alcanzó en la cima: los brazos siempre cruzados en el pecho al caminar, el cuerpo apenas inclinado hacia delante por el peso de la mochila.
Dijo:
-¿Viste el cerezo?
Le pasé la botella de agua casi vacía. Tras él, el paisaje cobraba forma de valle y un río brillaba al fondo entre el bosque. Los reflejos copiaban el diagrama de las rocas.
Dijo:
-¿Y si vamos y pedimos unas pocas cerezas?
Un ronquido nos sorprendió por la espalda.
Volteamos hacia el volcán.
Vimos un grupo de chanchos tras el alambrado. Serían ocho, pequeños, custodiados por la chancha madre que hurgaba con el hocico al pie de un árbol. El árbol era un cerezo. Y ellos comían los frutos caídos: diminutas esferas rojas en el suelo gris y reseco.
Estudiamos el asunto. Los chanchos no representaban amenaza alguna mientras no tocáramos el suelo. El alambrado parecía firme y una enorme rama lo cruzaba por encima.
Si lo trepábamos, trepábamos también al cerezo.
Miramos en ambas direcciones. El camino estaba desierto y no se escuchaba motor alguno ni veíamos nubes de tierra levantarse en las cercanías.
Juan siempre fue el más hábil para trepar, también el más audaz. Por las dudas sostuve sus piernas hasta que saltó al cerezo. Llevaba una bolsa de plástico blanco que no tardó en bajar hinchada. Antes de destrepar, con un guiño de complicidad soltó unos puñados de frutas a los chanchos. Recuerdo cómo, toscamente, levantaban la cabeza al ver caer las cerezas y luego las hurgaban en el suelo resoplando polvo.
Aún caminamos un poco más hasta que nos alejamos del árbol y los chanchos. Llegamos a un puente y dejamos las mochilas junto al camino. Bajamos a beber el agua helada. También enfriamos las pocas cerezas que quedaban, viendo cómo algunas eran arrastradas corriente abajo.

4 comentarios:

Unknown dijo...

vamos jeminguei !! bien ahí.
saludos a todos.

Joaquin Hidalgo dijo...

Gracias Soroyan. Un placer que comente en este blog.

Aqua dijo...

grande, joaco!
un relato impecable.
muy bueno, me encantó!
abrazo!

Joaquin Hidalgo dijo...

Gracia Aqua, rato que no te vía por acá.