Lo de misteriosamente no podría haber significado otra cosa que un asesinato. Y eso estaba fuera del alcance de Roseti: lo suyo eran los atracos simples, el tomar declaraciones, pedir documentación y la coima facilona en la ruta, donde la mala señalización permite sacarle ventaja a un uniformado. Los asesinatos definitivamente no estaban en su órbita. Menos aún lo de arribar a una conclusión conveniente. Pedido que viniendo del comisario, no podía significar otra cosa que la limpieza de la escena para que los forenses no hiciera preguntas incómodas.
Cuando Roseti llegó al domicilio en cuestión, lo primero que supo es que no era difícil determinar la causa de la muerte: el masculino –llamado Ricardo R. Solanes, según le había informado Galíndez- se encontraba esparcido por el piso de su casa. Esparcido, claro está, no era una palabra que Roseti pudiera poner en el informe. Aunque exacta –el cadáver estaba trozado en al menos dos docenas de piezas-, más conveniente sería poner que fue hallado en el sillón del living, como para que no cupieran dudas sobre la causa de la muerte: suicidio con arma de fuego, un tiro limpio en la frente. Eso, pensó Roseti, es lo que escribiré luego.
Lo segundo que supo Roseti, es que resultaba más difícil ocultar las pruebas del homicidio que indicarle al forense que se había tratado de un suicidio. Si el experto venía al escenario del crimen –algo que por su experiencia Roseti dudaba- no debía averiguar nada grueso. Y en ese caso, siempre podía torcer la redacción de los informes, de forma que un caso pudiera resultar improcedente. Viendo las partes de la víctima esparcidas por la habitación, Roseti se daba cuenta que la limpieza de este cadáver era un problema mayor.
Llamó al comisario y le contó lo que había visto.
“Olvidate”, le dijo el oficial. “Cociná todo para que sea un suicidio”. Y mientras lo decía se escuchaba el ruido del mar, el golpe de unas paletas y unas chicas gritando de alegría. “Meté a Ricardo en una bolsa y hacelo desaparecer” dijo Galíndez.
Cuando cortó, Roseti pensó en lo que le había dicho el comisario. Mientras lo hacía, observó las partes del cuerpo: allá había un brazo, era corto y parecía aserrado con un cuchillo mal afilado, debía encontrar el arma blanca, se dijo; junto al sillón, donde diría que estaba el suicidado, yacían las piernas, breves y aún unidas a la cadera, pero sobre un charco de sangre seca que llegaba hasta la puerta, cuyo felpudo lo había contenido e impedido que los vecinos se enterasen del desparramo. Roseti se concentró en el hachazo que partía la cabeza de Ricardo R. Solanes como una sandía: una grieta abierta hasta el bigote que había dejado escapar parte del cerebro.
Roseti juntó las partes y le pareció que la víctima era menuda. No sería difícil de sacar de la casa. Pero sus problemas comenzaron cuando no halló bolsas de basura en la cocina. En esa casa, pensó Roseti, nadie tiraba nada o nadie vivía. No había ni un mantel en el que envolver las partes del cuerpo. Volvió a marcar el número de Galíndez.
“¿Qué pasa gordo?”, contestó el comisario, “me estás interrumpiendo el partido de paleta y las chicas nos van ganando.”
“Tengo que hacer unos gastos extras”, le soltó Roseti. “Unos pocos pesos, bolsas de plástico, productos de limpieza, lo mínimo”.
“Sos rata, Roseti… dale, gastá que te banco”.
Con el presupuesto aprobado fue al supermercado. Entró, compró, salió con dos bolsas colgando de los brazos: tres paños nuevos, dos botellas de detergente, dos de lustra pisos, veinte bolsas de residuos reforzadas. Con eso bastaba para meter a Ricardo R. Solanes y olvidarlo en algún punto en las afueras de la ciudad. La tarea sería sencilla. Lo único que le amargaba era no saber por qué el comisario le encargaba a él un trabajo así.
Dos horas más tarde, Ricardo R. Solanes estaba clasificado en cuatro bolsas dobles. Unas irían a parar al basurero, otras las enterraría en un pozo con cal, la que contenía la cabeza tenía pensado llenarla de piedras y lanzarla desde el puente que cruzaba la laguna al sur de la ciudad.
Roseti contempló la escena nuevamente. El piso había quedado razonablemente limpio. Pero si quería que todo luciera impecable, se daba cuenta, tendría que contratar a alguien
“¿Contratar a quién?”, le preguntó el comisario después de escuchar los argumentos de Roseti. “¿Te volviste loco gordo? Si hace falta límpialo con la lengua,” le dijo.
Todavía con el teléfono en la mano, Roseti evaluó el piso. Quizás con dos pasadas y quedaría como si ahí hubiera vivido Cenicienta, se dijo. Y la comparación con la rubia heroína del cuento lo puso de buen humor. Podría haber sido escritor, se jactó Roseti.
Para cuando la noche ya habían mandado a dormir a buena parte del vecindario, salió con las bolsas y las echó al baúl del auto. Era una suerte que el o los asesinos hubieran cortado el cuerpo en varios pedazos: por un lado, podría deshacerse fácilmente de ellos e imposibilitar su búsqueda; por otro, no costaba nada transportarlos.
El sol clareaba las nubes sobre el horizonte y Roseti las observaba, mullidas, blandas, y pensó en su almohada. Soltó la bolsa sobre el agua y, tras un chapoteo que los teros acusaron en la orilla, la vio hundirse sin remordimientos. Chau Ricardo R. Solanes, se dijo. Al rato desayunaba un café con medialunas en la estación de servicio al costado de la ruta, y pensó en llamarle al comisario para contarle cómo habían salido las cosas. En ese momento, sonó su celular.
“¿Todo liso, gordo?”, Galíndez parecía que hablara desde un casino o eso le pareció a Roseti.
“Todo”, dijo Roseti. “Tiré las partes en….”
“Pará, pará gordo. ¿Querés que sepa dónde está Ricardo? No soy tu cómplice”, le dijo. Y Roseti se cuadró al escuchar la palabra cómplice. Quiso decir algo, pero el comisario ya había cortado.
Caramba, pensó Roseti, así que ahora me amenaza. Se bebió la taza de un trago, pagó y salió a la calle. El sol ya echaba sombras duras detrás de los objetos.
El miércoles, tipo tres de la tarde, el comisario volvió a llamar a Roseti. Quería disculparse por el mal trato del otro día. Quería saber si Roseti entendía que estaba bajo mucha presión y que a veces se le soltaba la chaveta. La palabra chaveta le sonó a Roseti como un click, el mismo que hace el seguro de una pistola al liberarla.
Roseti dijo que lo entendía perfectamente y cortó. Levantó la vista hacia la comisaría, ninguno de sus compañeros parecía haber escuchado la conversación. Menos mal, se dijo, y juró no fiarse del comisario y olvidarse del asunto. Pero en sus horas libres, no podía dejar de pensar en Ricardo R. Solanes. ¿Por qué lo habían asesinado? ¿Por qué de esa manera? ¿Un ajuste de cuentas? ¿Un lío de faldas? ¿O negocios sucios, drogas, trato de blancas, juego o protección? Que Ricardo R. Solanes estuviera descuartizado indicaba algún tipo de saña contra él, como la que hay en los crímenes pasionales. Pero también podía indicar que el asesino, o los asesinos, querían dejar un mensaje. Mensaje que el comisario habría comprendido rápidamente y le había pedido a Roseti –un llenaformularios- que trabajara en ello para lograr una conclusión “conveniente”. Cualquiera fuera el caso, lo mejor que podía hacer era callar y olvidarse todo.
Olvidar hubiera sido fácil, si Galíndez no hubiera vuelto a llamar el viernes. Esta vez, las papas quemaban. El comisario tenía delante suyo, en el despacho, a un inspector de la policía de la ciudad, un tal Alfredo Lezcano. Lezcano buscaba a Ricardo R. Solanes –Roseti se daba cuenta de que el comisario pronunciaba el nombre completo y no lo llamaba Ricardo a secas, como había hecho antes- ya que al parecer, según insinuaba el uniformado, personal de la comisaría de Galíndez estaría implicada en el caso Solanes.
Roseti dijo que todo lo había escrito clarito y sin errores en el informe, y escuchó cómo el comisario, teléfono en mano, le anunciaba al inspector que su subordinado no podía suministrarle más información que la que ya había volcado en el expediente.
Esa noche, Galíndez fue a ver a Roseti a su domicilio en las afueras de la ciudad. Era una casa aislada, al final de un largo y oscuro callejón de tierra. Le abrió el propio Roseti, por dos motivos simples: uno, el comisario le había llamado por teléfono de camino, y dos, vivía solo. Por eso mismo, en los pocos minutos que transcurrieron de la llamada al timbrazo de la puerta, Roseti había acomodado sus ideas y le había quitado la chaveta a la pistola reglamentaria.
Ni bien Galíndez cruzó la puerta Roseti le apuntó el arma en la cabeza.
“¿Qué hacés gordo? ¿te confundís de blanco?,” le soltó el comisario con un risa que no era para nada fingida, sino más bien de evidente sorpresa. Sin dejar de apuntarle, Roseti escuchó lo que venía a decirle: el forense, los detectives, el comisario en jefe, todos estaban dispuestos a creer en el expediente de Roseti; también el cuento de que Ricardo R. Solanes se había suicidado y todos los detalles inventados por el suboficial. Pero había un punto que no le podían dejar pasar a Galíndez: el cuerpo debía aparecer. El comisario se explicó: “ahora no es como antes, gordo, no se puede hacer desaparecer a alguien así nomás. El tema está sensible, sobre todo en la prensa, y es imperioso que el cuerpo de Ricardo aparezca. ¿Dónde está, gordo?” le preguntó el comisario sin dilación.
Sin bajar la pistola, Roseti pensó un momento. El comisario quería ahora que fueran cómplices. Curioso. Y más curioso aún, siendo que sabía que Ricardo R. Solanes no estaba en condiciones de aparecer sin levantar sospechas sobre su muerte. Le dijo: “Galíndez, déjese de joder, Solanes no sirve como coartada.”
El comisario volvió a sonreír. Esta vez con suficiencia. Si había sido sencillo eliminar a Ricardo, que estaba de mierda hasta las cejas, tal y como graficó Galíndez llevándose la mano a la frente, sería muy fácil, casi sencillo, buscar a alguien que le diera la talla y matarlo de un tiro en la frente.
Roseti miró a Galíndez sostenidamente. Era un comisario con todas las de la ley: llevaba bigote, tenía ojeras, era bajito –la altura a penas le había dado para entrar a la fuerza-, estaba metido hasta las cejas en algo gordo, y gesticulaba profusamente sus explicaciones como si Roseti fuera lerdo o no pescara el meollo. Roseti preguntó: “¿Y piensa matar a alguien?”
“En la calle, así nomás”, dijo Galíndez señalando la pistola que lo apuntaba.
Roseti evaluó la situación. El único que sabía que el caso de Ricardo R. Solanes había pasado por sus manos era el comisario. Y Galíndez ahora quería que matara a alguien en la calle para salvar el pellejo. Pellejo que por otra parte, pensó Roseti, es más parecido al de Solanes que ningún otro.
Apretó el gatillo sin titubeos. El tiro salió limpio y entró sin otro escándalo que el estruendo, precisamente por el entrecejo del comisario Galíndez. Con los ojos todavía abiertos, con la expresión de sorpresa con la que había entrado aún tallada en la cara, el comisario se desplomó sobre la alfombra.
Roseti fue al auto y buscó los productos de limpieza. Metió en una gran bolsa el cadáver de Galíndez, limpió el piso cuanto pudo y se deshizo de la alfombra en el mismo lugar y del mismo modo que lo había hecho con Ricardo R. Solanes. Después, con el cadáver aún en el baúl, fue directo a la comisaría y desde allí llamó a la jefatura, pidió con Alfredo Lezcano –dijo que tenía un mensaje importante que darle-, y cuando Lezcano estuvo al teléfono, se desahogó y le explicó exactamente cómo habían salido las cosas.
Cuando terminó, Lezcano hizo un breve silencio. Detrás se escuchaba el ronroneo del aire acondicionado. Al cabo, dijo:
“Buen trabajo, Roseti, ahora tenemos el cuerpo de Ricardo R. Solanes que la fiscalía necesita.”
Roseti se cuadró al escuchar el trato resuelto de Lezcano. Luego preguntó:
“¿Y con Galíndez, qué va a pasar, nadie lo va a buscar?”.
“No creo que los organismos de Derechos Humanos se preocupen por la desaparición de un comisario como Galíndez. Diremos que se fugó, cagado como estaba por el asunto de Ricardo y listo.”
Roseti notó la familiaridad con que Lezcano hablaba de Ricardo R. Solanes, pero no dijo nada. Más bien sintió un raro alivio cuando Lezcano le dijo:
“No se preocupe, Roseti. Con la aparición del cuerpo, el caso se cierra.”
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