Argentina, si por orden y decreto de los gerentes de marketing fuera, sería un país donde todos, absolutamente todos, ganaríamos unos cien mil pesos año y tendríamos acceso a cualquier consumo. Al menos eso sucede cuando se conversa con ellos acerca de quiénes son los consumidores de vino. Y eso que las estadísticas desmienten toda aspiración: con menos del 1% del mercado en vinos por arriba de 15 pesos, las conversaciones del ABC1 se parecen más a un chiste de mal gusto.
Un fenómeno parecido ocurre en USA, según comprobé hace unos años. Había conseguido una cita con un importador de vinos del medio oeste, en un intento por instalarme un tiempo más por esas tierras. Quedamos en un restaurante del centro de Milwaukee, una ciudad de millón y medio de habitantes sobre el lago Michigan. Mi hermano Juan vivía allí y conocía bien el restaurante.
Como muchos de los restós en esa latitud este era un rejunte de estilos en los que el neón de los ochenta convivía a la perfección con el base ball de la temporada y unas recién estrenadas rosas de plástico chinas (rociadas con gotas también de plástico) de buena imitación.
El tipo llegó unos minutos tarde. Y mientras lo esperábamos con Juan observamos la gente alrededor. Se suponía que este era un sitio de vinos y al menos así parecía decirlo la carta y lo había afirmado el importador. Pero en ninguna mesa había más que algún Zinfandel o Chardonnay sudando en su frapera. Si dábamos crédito al precio de las comidas y las bebidas, en ese momento todos aspirábamos a ser ABC1 a la americana.
Cuando apareció el fulano, llevaba un estuche de cuero y parecía venir de hacer trámites bancarios en el microcentro porteño. Recordé, en ese momento, que todos los importadores que conocía –y eran varios– tenían más o menos el mismo aspecto y me olvidé del asunto.
Lo primero que dijo es que sólo buscaba vinos para el segmento ABC1 que pudieran venderse en el supermercado en forma masiva. Confundido, pregunté:
-¿A qué le llama específicamente ABC1?.
El tipo sonrió con media boca, como sólo un comerciante sabría hacer. Lo segundo que dijo fue:
-All’Bout Chardonnay.
Ahora caigo en la cuenta de que el comercio del vino –por suerte para todos– en buena medida está en manos de mercaderes natos como este, gente que no tienen escrúpulos en llamar a las cosas como las necesita. Gracias a esta mezcla de intereses francos y creados, el vino sobrevive a los gerentes de marketing. Salud a estos hombres de cartuchera en mano, que portan pocos papeles, tienen el trato ágil y la mente veloz.
Por supuesto, la operación que pensábamos hacer murió con el primer brindis, cuando el tipo comprendió que yo, de comerciante, tenía la misma pasta que él para cronista. Cuando nos supimos a mano, la conversación fluyó entretenida y el Zinfandel Rosé bien frío que bebimos, hay que decirlo, estuvo a la altura de aquel verano caliente con rosas que no se derretían por nada.