Todo el mundo se acuerda la primera vez que probó el maracuyá. En eso, esta fruta de sabor cítrico y perfume tropical es invariablemente un parteaguas en el paladar: no se puede salir indemne de su voluptuosidad, de su rareza –no es un limón pero se parece, y su pulpa suelta con semillas negras y crocantes no tiene igual-, ni del shock que produce en el espina su acidez alta y vigorosamente refrescante.
Mi primera experiencia con el maracuyá no fue la excepción. También hubo un antes y un después. Pero sobre todo un después: fue en Coroico, en los Yungas bolivianos, una tarde de enero de 2002.
Coroico es un pueblo alucinante. Si García Márquez hubiera pasado una temporada aquí, Macondo no sería Macondo sino Coroico. Se llega después de cruzar la cordillera e internarse en la selva por caminos angostos y escarpados que desembocan en el contrafuerte de un cerro y en el pueblo, un sencillo amontonarse de casas y hoteles para turistas.
Allí la vida es desmesurada. Hasta donde alcanza la vista se cruzan los planos verdeazules de las montañas. Y a última hora de la tarde es posible escuchar el aullido de los monos, imaginar el ronroneo de las cascadas en el fondo del valle y observar el vuelo de los pájaros en la espesura. De todas las cosas que sorprenden de Coroico, sin embargo, las frutas son por lejos el plato más fuerte: en el mercado de la plaza abundan papayas, carambolas, chirimoyas, plátanos gigantes y otras tantas que no sabría decir qué son, cómo se llaman o a qué saben.
Yo viajaba con Laura, mi novia entonces. Como siempre pasa en estos casos, también viajábamos con un grupo de mochileros. Entre ellos estaba Anne, una esbelta rubia norteamericana de lengua filosa e inteligencia ágil. Anne, como queda claro, me gustaba tanto o más que Laura, al menos en ese entorno de selvas, vapor tropical y humedad pringosa. Entonces intervino la fruta de la pasión para terminar de complicar las cosas.
Fue la segunda noche en el hostel. A la hora de la cena Anne apareció con una bolsa tejida en la que habían tres docenas maracuyás. Como todo el mundo sabe, en Bolivia cualquier comida sin lavar a fondo puede ser una trampa. Pero ella no parecía hacerle caso a las precauciones y los comía con fruición, sin inconvenientes. La presentó como “passion fruit”, que dicho por sus labios finos fue como una invitación. No tardé en probar esa rara fruta y su efecto fue instantáneo: una electricidad pecaminosa corrió por mi espalda, como si el sabor nervioso del maracuyá, su voluptuosidad dulce y ácida a la vez, encendieran un mecanismo ancestral en mi sistema endócrino (ni más ni menos que el llamado de la selva), y sorbo a sorbo me pedía a gritos que me comiera también a la norteamericana. Laura se dio cuenta en el mismo acto, me fulminó con la mirada y partió a la habitación para, con su ausencia, humillarme o disuadirme. Lo mismo daba.
Entonces quedamos Anne y yo saboreando esa pulpa fascinante y lúbrica que pasaba por nuestros paladares, acercándonos y sintiendo que nos caldeábamos con cada sorbo mientras la conversación ganaba voltaje. Hablábamos de viajes, de aventuras, de sexo, como si ya nos hubiéramos desnudado, ejercitado y nos abrazáramos con ternura en la cama desordenada. Entonces la naturaleza hizo su segundo llamado: fue como un estertor que ascendió desde mis tripas, un llamado de alarma voraz y repentino por el que tuve que levantarme de un salto y correr al baño, dejando atrás a la rubia y su turgente fruta de la pasión.
Así arrancó la primera descompostura. Después vino una segunda y una tercera, que me dejaron seco y en cama por tres días. Laura, en su venganza, brilló de ausencia con toda razón. La entendía perfectamente: los dos habíamos visto el fuego que encendió el maracuyá en mi, y los dos habíamos visto, también, las tres tangas de leopardo que la norteamericana colgaba en la soga del hostel. Tangas que, mientras me consumía la fiebre y una colitis sin igual (que me demoraron en Coroico y que hicieron que Anne partiera para no volver) me torturaban el recuerdo por lo que pudo ser y no fue, junto con la voluptuosidad y frescura del maracuyá.
Desde entonces, cada vez que pruebo esta rara fruta, siento que algo quedó inconcluso allá en Coroico. Basta que su sabor indescriptible vuelva a mi boca, para que vuelva a ver (a sentir, a oler) el cuerpo inmaculado de Anne, perfectamente inventado en mi memoria con una ceñida tanga de leopardo, compartiendo conmigo el fruto de una pasión que arrancó castrada, pero que al menos conserva el buen sabor de la fruta y el marco inmaculado de una selva tropical.
Mi primera experiencia con el maracuyá no fue la excepción. También hubo un antes y un después. Pero sobre todo un después: fue en Coroico, en los Yungas bolivianos, una tarde de enero de 2002.
Coroico es un pueblo alucinante. Si García Márquez hubiera pasado una temporada aquí, Macondo no sería Macondo sino Coroico. Se llega después de cruzar la cordillera e internarse en la selva por caminos angostos y escarpados que desembocan en el contrafuerte de un cerro y en el pueblo, un sencillo amontonarse de casas y hoteles para turistas.
Allí la vida es desmesurada. Hasta donde alcanza la vista se cruzan los planos verdeazules de las montañas. Y a última hora de la tarde es posible escuchar el aullido de los monos, imaginar el ronroneo de las cascadas en el fondo del valle y observar el vuelo de los pájaros en la espesura. De todas las cosas que sorprenden de Coroico, sin embargo, las frutas son por lejos el plato más fuerte: en el mercado de la plaza abundan papayas, carambolas, chirimoyas, plátanos gigantes y otras tantas que no sabría decir qué son, cómo se llaman o a qué saben.
Yo viajaba con Laura, mi novia entonces. Como siempre pasa en estos casos, también viajábamos con un grupo de mochileros. Entre ellos estaba Anne, una esbelta rubia norteamericana de lengua filosa e inteligencia ágil. Anne, como queda claro, me gustaba tanto o más que Laura, al menos en ese entorno de selvas, vapor tropical y humedad pringosa. Entonces intervino la fruta de la pasión para terminar de complicar las cosas.
Fue la segunda noche en el hostel. A la hora de la cena Anne apareció con una bolsa tejida en la que habían tres docenas maracuyás. Como todo el mundo sabe, en Bolivia cualquier comida sin lavar a fondo puede ser una trampa. Pero ella no parecía hacerle caso a las precauciones y los comía con fruición, sin inconvenientes. La presentó como “passion fruit”, que dicho por sus labios finos fue como una invitación. No tardé en probar esa rara fruta y su efecto fue instantáneo: una electricidad pecaminosa corrió por mi espalda, como si el sabor nervioso del maracuyá, su voluptuosidad dulce y ácida a la vez, encendieran un mecanismo ancestral en mi sistema endócrino (ni más ni menos que el llamado de la selva), y sorbo a sorbo me pedía a gritos que me comiera también a la norteamericana. Laura se dio cuenta en el mismo acto, me fulminó con la mirada y partió a la habitación para, con su ausencia, humillarme o disuadirme. Lo mismo daba.
Entonces quedamos Anne y yo saboreando esa pulpa fascinante y lúbrica que pasaba por nuestros paladares, acercándonos y sintiendo que nos caldeábamos con cada sorbo mientras la conversación ganaba voltaje. Hablábamos de viajes, de aventuras, de sexo, como si ya nos hubiéramos desnudado, ejercitado y nos abrazáramos con ternura en la cama desordenada. Entonces la naturaleza hizo su segundo llamado: fue como un estertor que ascendió desde mis tripas, un llamado de alarma voraz y repentino por el que tuve que levantarme de un salto y correr al baño, dejando atrás a la rubia y su turgente fruta de la pasión.
Así arrancó la primera descompostura. Después vino una segunda y una tercera, que me dejaron seco y en cama por tres días. Laura, en su venganza, brilló de ausencia con toda razón. La entendía perfectamente: los dos habíamos visto el fuego que encendió el maracuyá en mi, y los dos habíamos visto, también, las tres tangas de leopardo que la norteamericana colgaba en la soga del hostel. Tangas que, mientras me consumía la fiebre y una colitis sin igual (que me demoraron en Coroico y que hicieron que Anne partiera para no volver) me torturaban el recuerdo por lo que pudo ser y no fue, junto con la voluptuosidad y frescura del maracuyá.
Desde entonces, cada vez que pruebo esta rara fruta, siento que algo quedó inconcluso allá en Coroico. Basta que su sabor indescriptible vuelva a mi boca, para que vuelva a ver (a sentir, a oler) el cuerpo inmaculado de Anne, perfectamente inventado en mi memoria con una ceñida tanga de leopardo, compartiendo conmigo el fruto de una pasión que arrancó castrada, pero que al menos conserva el buen sabor de la fruta y el marco inmaculado de una selva tropical.
13 comentarios:
Empecé tu relato con el sabor contradictorio de esta fruta, y ese sabor, dulce y cítrico se fue proyectando a lo largo.
Será por ser mujer, o por estar lejos de la identifación con Anne, en todos sus apesctos ja! que desée antes de saber que aquel cólera que te consumió te consuma. Desée ser un poco una Laura por un momento, y verte adorar y padecer aquel baño.
Pero la realidad, es que termine consquistada por la contradicción de la fruta y el relato.
Anabella
qué decirte: me parece que la solidaridad de género es necesaria para que cada uno ocupe su lugar en el mundo... pero garantizo que la cólera de los dioses no es un escarmiento deseable, ni a los enemigos del género. jeje
Ahora, el MARACUYÁ es así de contradictorio, como bien lo pescaste.
Salú!
Joaquin me hiciste reir mucho con tu relato, y me identifico con lo que sentiste. Gracias por alegrar una mañana de laburo. abz
Diego,
¿no me digás que a vos te pasó lo mismo? Sería el colmo.
Abrazo!
Joaquín,
podré ser atrevida y manguearte un consejo?. Tengo un Pinot Noir reserva, bodega del fin del mundo, nunca tomé pinot, hasta ahora mucho malbec, algún merlot, algún sirah... Con qué me conviene maridarlo, me gusta cocinar y digamos que me animo a algo no tan convencional.
Graciassssssssss
Anabell,
no tengo idea qué tenés en la heladera, pero si apuntás a unas pastas con hongos o a un risotto al curry (que no sea picante), se me ocurre que podés salir airosa.
De los PN del Fin del Mundo, ¿cuál tenés?
Reserva 2009, Patagonia Argentina según la etiqueta.
Tengo para hacer risotto, pero no es un curry muy suave el qu tengo, podría conseguir unos hongos en el chino barrio...mmmm ya que estoy sigo pidiendo, unos portobello quizá irían bien?
muchas gracias!!!!
Portobellos, claro. Con oliva y ajo (sin picar, roto nomás), si querés una cucharada de queso crema o crema a secas, hilito del vino, y pimienta a gusto.
Tendrá hongos el chino de mi cuadra? Porque me acabás de tentar.
:D mil gracias, este finde espero tener la experiencia.
Te leo por acá, por allá o quizá te escuche por ahí jeje
Saludos y Gracias!!!!
Qué pluma, Hidalgo. La pasión tiene sus riesgos, por eso mejor elegir el matrimonio, je.
Che, dejé colgado el pedido de Erika, la amiga de tu hermano, pero ya lo retomaré. Abrazos!
Frugoni,
es verdad lo de la pasión y el riesgo. Pero vamos, la vida no tiene un cotrol remoto ni es un sofá en el living de la experiencia...
En cuantoa Erica, si por vos fuera, se te escapa hasta una manada de caracoles... jeje. Ya lo resolvimos hace raaato.
Abrazo!
Joaquín, pobre Laura...
Me gusta tu escritura, sobre todo hasta la parte de la descompostura, valga la rima involuntaria, donde se va todo al diablo.
Te invito a ver este relato que, me parece, te puede divertir.
http://voluntaddevivirmanifestandose.wordpress.com/2008/11/21/the-collector/
Beso grande!
Nadia (oyente de La hora señalada)
Nadia,
gracias por tu comentario... ahora leo el post a ver qué onda.
Salú!
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