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13 de abril de 2012

7 recetas sencillas para cocinar con vino

En la cocina el vino es un ingrediente precioso que da resultados de fábula si se lo usa bien. Estas son algunas de las mejores y más sencillas recetas para usar tintos y blancos.


El vino en la cocina tiene tres requisitos: uno, nunca se debe cocinar con un vino que no nos tomaríamos; dos, siempre hay que cocerlo un rato largo para que el alcohol se evapore y no nos queden platos etílicos; tres, hay que valorar bien la acidez del vino –especialmente en los blancos- porque puede transferirla al plato, y en materia de tintos, conviene nunca usar vinos muy tánicos o maderosos, a menos que se empleen en recetas de un abundante tenor graso. ¿Cómo usarlo? Anote alguna de estas recetas sencillas.

Pastas al brócoli con Chardonnay: esta es una de las recetas más sencillas que se pueden hacer en casa empleando una copa de vino blanco (el mismo que acompañará la comida). Hacer al vapor una planta de brócoli. Mientras, cortar un diente de ajo en láminas y saltarlo en aceite de oliva a fuego muy suave. Luego se agregan una taza de crema de leche, el vino blanco y se deja reducir a la mitad, ajustando la sal. Al cabo, se le suman el brócoli torceado. Es perfecta con orechiettes o mostacholes, con un hilo de oliva final, pimienta y nuez moscada.

Pechugas de pollo con hongos al vino Sauvignon Blanc. El truco está en hidratar los hongos en el vino blanco. Luego se sellan las pechugas a la sartén con aceite de oliva y se reservan. Se hace un fondito de cebolla blanca saltada el mismo aceite y se desglasa con media taza de vino blanco. Al cabo se se ponen los hongos y las pechugas y se ajusta la sal. Puede sumar un toque de distinción con una o dos cucharadas de queso crema. Cocer 10 minutos más y retirar. Servirlo con papas con oliva y romero.

Bacalao al Chardonnay es una receta facilísima, aunque el Bacalao no figure entre los pescados más frecuentes y baratos. Se cortan en rodajas dos dientes de ajo y se los salta a fuego suave en aceite de oliva. Se les añade luego una cebolla en cortada en juliana, con sal a gusto y se deja rehogar. Sumar cuatro lomos de bacalao (con la piel para arriba) y cocerlos con una taza de vino blanco a razón de tres minutos por lado. Se retira el pescado y se deja que la salsa reduzca a la mitad. Se emplata y se sirve con un arroz blanco o basmati (si se consigue).

Colita de cuadril al chimichurri con Malbec, resulta un plato ideal para hacer en casa cuando se reciben visitas; básicamente porque no falla. El secreto está en que el vino no debe tener madera. Se compra una colita de más de un kilo ya mechada y se la rellena con un chimichurri clásico –incluso el comprado va muy bien-, también se lo adoba por fuera y se lo deja reposar unas dos horas. Se pone la carne en una asadera profunda, se agregan dos tazas de vino y se la tapa con papel aluminio. Cocer 40 minutos a fuego fuerte y ya. Ideal acompañar con una ensalada de hojas verdes y un puré de papa con abundante manteca.

Lomo en reducción de Malbec. Lomo o cualquier corte que a uno le guste, pero que pueda salir jugoso del horno o la parrilla. Y en cuanto al Malbec, otra vez no debe tener crianza. La reducción es sencilla y se prepara con taza y media de Malbec en una sartén a fuego lento. Hay que ir revolviendo hasta que empieza a espesar. Eso sucede cuando se acerca a la mitad de su volumen. Ahí se le agregan tres cucharadas de azúcar –o tres de dulce de frutilla, es un plus de sabor- y se espesa un poco más hasta que forma burbujas más grandes y parejas. También se puede saborizar con un poquito de clavo de olor o laurel, llegado el caso. Luego salsear la carne con la reducción y servirla. Una ensalada de rúcula, parmesano y portobellos con aceto remata la propuesta con un toque gourmet.

Solomillo de cerdo con cebollas al Cabernet Sauvignon. Poner dos cebollas cortadas en juliana, con una taza de vino tinto y dos cucharadita de vinagre; cocer a fuego lento hasta que se evapore el líquido y reservar. Después, cortar dos solomillos de cerdo (en rodajas de unos 2cm de ancho), frotarlos con abundante pimienta y saltarlos en aceite de oliva no más de un minuto por lado. Sazonarlos y terminar de cocinar medio minuto más; retirar. En el aceite que quedó en la sartén, rehogar apenas la cebolla y distribuirla sobre los cortes de carne a modo de salsa. Acompañar con puré de manzanas.

Peras al vino tinto es el postre perfecto para los que nunca se terminan la botella. Con el resto de una o dos (conviene guardarlas tapadas y en la heladera) se ponen a hervir a fuego lento 2 o 3 peras cortadas a la mitad con una rama de canela y una taza de azúcar. Cocer hasta que las peras queden relativamente blandas; retirar y refrigerar. El combo se completa con una cucharada de crema chantilly o unos merengues troceados a la hora de servirlas.

Esta nota saldrá publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 15 de abril.

9 de abril de 2012

Nuevos terruños: el vino argentino crece hacia el Atlántico

La vitivinicultura busca nuevos horizontes en el litoral marino. Cada vez son más los proyectos que se animan al mar. Esta vendimia, dos incipientes zonas entraron en producción.


Los turistas que vayan a la costa atlántica, además de tomar mate en la carpa y bañarse en el mar, pronto podrán visitar viñedos y traerse algunas botellas junto con los clásicos alfajores. Es que ahora Mar del Plata, además de ser la perla del Atlántico, es también una incipiente zona vitivinícola.

Lo mismo pasa con Trelew, en las cercanías de Península de Valdez, Chubut, que en el futuro cercano combinará ballenas, lana y vinos por igual. Por raro que suene, ambas ciudades son dos de las más nuevas incorporaciones al horizonte del vino argentino, ya que en esta vendimia 2012 por primera vez molieron uvas. El dato pasa de ser anecdótico –si bien los volúmenes son chicos- y se inscribe en una tendencia de largo plazo hacia la búsqueda de nuevos terruños. Búsqueda que empezó a mediados de la década de 1990 cuando se desregularizó la plantación de vid y que pareciera avanzar sin prisa y sin pausa en nuestro país.

Y así, mientras que Mendoza y San Juan aportan el 85% de la producción de vino en el país, y las zonas más chicas y consagradas como la Patagonia Norte, La Rioja o Salta aportan diversidad gustativa a la industria, ahora el vino argentino va por más y pone rumbo Atlántico en su brújula.
 
Vinos oceánicos vs. desérticos

El nuestro es un país vitivinícola curioso en el mapa mundial. Curioso, porque las zonas de producción de vino son típicos desiertos de altura, lo que constituye una excepción dentro del panorama global. Desde Salta a la Patagonia Norte, los terruños argentinos son escasos en precipitaciones, muy luminosos y, como buenos desiertos, están sometidos a grandes saltos de temperatura entre el día y la noche. Con suelos aluviales de composición mineral diferente en cada región, los terruños del Oeste se caracterizan por ofrecer vinos con buen volumen, relativa baja acidez y un carácter frutal irrefutable.

Los terruños europeos, en cambio, son regiones básicamente cercanas al océano. Con regímenes de lluvia estables y con una insolación menor, excepción hecha de ciertas regiones de Italia, España y Portugal. Cualquiera sea le caso, la constante es la cercanía del mar, que modera las temperaturas achicando la amplitud térmica y la evaporación de las plantas, al aportar un medio húmedo y de temperatura uniforme. Esto garantiza vinos de acidez más elevada –más aún cuando las regiones son frías-, cuerpos medios y aromáticas vegetales y frutales.
 
De ahí que las nuevas regiones argentinas buscan abrir el abanico gustativo del país acercando la vid al océano. Con los antecedentes de bodegas como  Saldungaray –en Sierra de la Ventana- y AlEste –en Médanos, provincia de Buenos Aires-, el Grupo Peñaflor se lanzó a explorar los vinos oceánicos con un viñedo en Estancia Santa Isabel, Chapadmalal, a metros del océano Atlántico. Ese viñedo acaba de dar su primera cosecha, que todavía se elabora en forma experimental. Las uvas cultivadas son todas de ciclo medio a corto, como Pinot Noir, Merlot,  Chardonnay, Gewürztraminer y Riesling, ya que la madurez es más lenta en estas condiciones.

La Patagonia oceánica
Hasta ahora, la frontera del vino en la Patagonia había explorado la vertiente continental, desde San Patricio del Chañar –el polo vitícola más nuevo e interesante de Argentina- hacia el sur siguiendo la Ruta 40 hasta el Hoyo de Epuyén y los Antiguos en Santa Cruz. El único caso existente en el este era la bodega Océano Patagonia, en Viedma. A él se suma ahora el viñedo que el INTA con sede en Trelew viene conduciendo una serie de investigaciones sobre el cultivo de la vid y su viabilidad en la zona. Y esta vendimia 2012 es la primera que se elabora íntegramente en la región.

La idea del organismo de investigación fue buscar una alternativa a la producción frutal, para diversificar el agro en la zona. Y por ubicación geográfica –el paralelo 43º de latitud Sur- se convierte en el vino más austral de la Argentina.

Lo interesante es que, a diferencia del resto de los viñedos oceánicos mencionados, los del valle inferior del Chubut están emplazadas en una zona francamente árida y fría. Con Riesling y Pinot Noir, también suman Cabernet Sauvignon y Syrah, que están literalmente al límite. El tiempo dirá si pueden o no competir con el resto de los vinos patagónicos.

Esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 8 de abril de 2012.

6 de abril de 2012

Cata de alfajores by Osvaldo Gross

En febrero de 2012 publiqué en Revista VIVA una nota sobre Alfajores. Con buen tino, el editor me encargó que buscara a un capo del tema para que hiciera una cata. Llamé a Osvaldo Gross -el Messi de los reposteros- y esto fue lo que hicimos.


CHOCOLATE Y DULCE DE LECHE
Guaymallén Dulce de Leche ($1,75; 38g) viene con un declarado “baño de repostería” que, en la práctica, es una lámina oscura de poco sabor, que gana con el relleno: masa crocante, seca y bien proporcionada con dos tercios de galleta sobre dulce de leche. Una buena opción cuando la billetera está flaca.

Alfajor Jorgito ($2,50; 55g) viene con un baño de chocolate con gusto a cacao (que no es poca cosa para el segmento de precio), y con una masa saborizada a limón que le da  vida a cada bocado. Abundante dulce de leche bien proporcionado. Un campeón de la relación calidad precio.

Terrabusi Clásico ($4,25; 50g) es, como promete el pack, un alfajor “relleno de dulce de leche con baño de repostería”. En ese sentido no engaña. Con una proporción algo apretada de masa y relleno (dos tercios muy justos) tiene gusto a vainilla y un fondo de Ron, que le da un agradable tono borrachito, y que recuerda al sabor del Cabsha. Mantes de esta golosina, anotarse.

Cachafaz Dulce de Leche ($5,50; 60g) es la versión más moderna del alfajor, tanto por su estética como por su discurso (anuncia cero grasas trans, por ejemplo). En materia de gusto es un combo heavy sweet de dulce de leche –casi el 50% del alfajor, lo que explica el peso más alto, también- con esencia de limón y licor, y un claro gusto a chocolate. Será el favorito de los paladares más golosos.

Guolis Alfajor Bombón ($5,50; 60g) es un alfajor con “peso”, ya que el tamaño es notablemente menor a la media, pero también es más alto. Combina dos tercios de masa blanda y clara con esencias medidas y agradables. La novedad está en el relleno, ya que el dulce de leche forma un anillo en cuyo centro hay botón de dulce de frutillas que aporta frescura. El chocolate pierde un poco relevancia, pero el conjunto es novedoso. Ideal para una reunión femenina.

Alfajor Havanna ($5,75; 55g) es exactamente lo que promete en su envoltorio: “un alfajor relleno con dulce de leche y cobertura de chocolate”. Ni más, ni menos. Con una proporcionada masa, el cacao es la nota aromática dominante y distintiva, con sabor a chocolate semiamargo y dulce de leche fundente de primer nivel. La galleta es neutra y ligeramente húmeda. Un clásico en plena vigencia, que parece haberse despojado de todo artificio, premiando la materia prima.


DULCE DE LECHE Y CHOCOLATE BLANCO

Cachafaz Chocolate Blanco ($5,50; 60g) es, de todos los alfajores probados, el que tiene la mayor proporción de dulce de leche: una franja más ancha que la suma de los dos tapas. Perfecto a la vista, la cobertura de chocolate blanco le da un aspecto laqueado atractivo que, una vez mordido, desprende un intenso perfume de vainilla. Sólo apto para golosos de verdad.

DULCE DE LECHE CON COBERTURA GLASEADA
Guaymallén Dulce de Leche ($1,75; 38g) “con baño de repostería fantasía blanco” resulta un bocado corto, con media tapa sin cobertura. Y a su poco dulce de leche (proporcionalmente ocupa un cuarto) se suma una masa insípida. Antes que elegir este, conviene probar otros por una moneda más.

Terrabusi Glaseado ($3; 38g) tiene una cobertura de azúcar crocrante, que se quiebra como la arcilla; destaca por su buen sabor, su relleno correcto y  porque en la mesa pareciera tener una cuota de miel por el sabor que deja. Es un buen ejemplar de quisco para los amantes del dulce de leche.

Capitán del Espacio blanco ($3, 40g) trae una cubierta de azúcar y una masa proporcionada (dos tercios) respecto al dulce de leche. Con un fuerte sabor a esencia vainilla, resulta demasiado blando y no tiene ningún aspecto crocante, que lo que se espera de un glaseado. Textura blanda que, sin dudas, le gusta al numeroso club de fans del Capitán.

Jorgito ($2,50; 50g) es un “alfajor con dulce de leche cubierto con baño de azucarado con esencia artificial de vainilla”, un combo que no promete, pero que cumple y bien: con una textura crocante, repunta en el paladar con una rica nota de limón y naranja, y una bien surtida capa de dulce de leche. Una buena colación para media tarde.

Alfajor Havanna blanco ($5,75; 47g) tiene un diámetro apenas menor y una altura apenas mayor a la media; lo mejor es el baño de merengue, liso como el mármol pulido, y con abundante dulce de leche blando y sabroso. Sin esencias que empañen el sabor de la materia prima, conquista con su simpleza espartana.

Jorgito Fruta ($2,50; 50g) es, para el promedio de los alfajores de fruta, una opción al alcance de la mano. Relleno con un oscuro y abundante dulce de membrillo, viene cubierto de un baño azucarado. Una sola mordida es tan dulce que deja empalagado. Claro que eso es lo que buscan muchas veces los consumidores de alfajores.

CON MANTECA DE MANÍ
Bon o bon ($3,75; 40g) no es precisamente lo que se espera de un alfajor, en cuanto a que resulta la versión apaisada del clásico bombón, pero por su forma clasifica en la categoría: con una oblea crocante y relleno de una fundente manteca de maní, todo cubierto por un baño de repostería que no le aporta mucho sabor.

Este es el crudo de la nota que fue publicada en Revista VIVA el domingo 12 de febrero de 2012. Para ver leer la nota completa, pinchá acá.

Mundo alfajor: mucho más que una golosina argentina

Em Argentina se consumen 6 millones de alfajores diarios. Pasión de multitudes, esta es la radiografía de un consumo argentino


Para un argentino el alfajor no admite discusión: delicioso y contundente, sus 50 gramos en promedio forman una golosina mágica que, con un solo bocado, nos derrite y manda de vuelva a los recreos del primario, a las plazas de la adolescencia y a los veraneos en la costa atlántica o en la sierras cordobesas. Gusto adquirido, no es una droga aunque tiene adictos. Y es que combina el poder del chocolate con el lujo del dulce de leche o la frescura de las frutas. Un combo que, a juzgar por las dimensiones que adquiere la movida, los argentinos encontramos irresistible.

Los números lo ponen en blanco y negro: en nuestro país se venden por día unos 6 millones de alfajores, un número impactante que alcanza para justificar por sí solo el 50% de todo el chocolate y el dulce de leche que se elabora y consume en Argentina. Con cifras como estas, es raro que todavía “alfajor” no figure como sinónimo nacional en los diccionarios.

Lo que sí dicen en la Real Academia sobre él, es que tiene ascendencia árabe: “fašúr” y “alajú” se llamaba a las colaciones dulces en la Andalucía del siglo XV, de las que deriva el castizo alfaxor. Pero por más parientes haya tenido y tenga en España –el poco atractivo pero rico “mojón de perro”-, y que Uruguay figure en el insólito libro de los récords Guiness con un insólito alfajor de 140 kilos (aclaración: la nota fue escrita antes que los marplatenses pasaran al frente), en ninguna otra parte del mundo se concibe al alfajor tal y como lo conocemos nosotros.

A la hora de la merienda, a la salida de la oficina, en un café a media mañana, para matar el tiempo en un colectivo, como souvenir o como muestra de afecto, el alfajor es una de esas maravillas culinarias que tienen seguidores, tribus y hasta un Lord que saltó de internet a la televisión contando las bondades de una pasión dulcera que no conoce límites (“Lord de los alfajores”, Youtube es fiel testigo).

No es para menos: con más de 120 marcas en la góndola, la oferta es tan variada como compleja. Por un lado, están los que se consiguen en los quioscos, industriales y elaborados por empresas como Arcor, Kraft y Cadbury, con marcas como Bon o Bon, Bagley, Tofi, Shot y Terrabusi, que representan el 70% de las ventas, según fuentes del sector. Y por otro, los alfajores tradicionales de la tierra adentro: los típicos Chammas cordobeses –quienes en 1869 inventaron el alfajor de fruta-, los Merengo santafecinos –que nacieron en el mismo edificio que la constitución nacional en 1853-, los ruteros Estancia del Rosario o los muy tradicionales Geselinos, que todo veraneante alguna vez probó.

Así las cosas, el consumo de alfajores crece a un 4,5% anual –según la consultora Claves mueven 7,5 mil millones de pesos por año- y la góndola está en plena agitación. En los últimos diez años pasamos de los dobles a los triples y la oferta sufrió cambios sustanciales que definieron nuevos modelos de consumo. Y el primero de ellos es la aparición de los alfajores de alta gama.


Los más caros
La gente de Havanna lo tiene claro. Ellos son el sueño hecho realidad de todo reposteros que chocolate en la cabeza y dulce de leche en las venas. En 1948 eran apenas una casa con elaboración a la vista en Mar del Plata y hoy son una cadena que entre locales propios y franquiciados ronda los 180 puntos de venta en todo el país, con epicentro en La Feliz. Con un detalle nada menor: comparados con los 2 a 3 pesos que cuesta una alfajor de quiosco, estos alcanzan los 5,5 a 6 pesos.

Esa diferencia deja en claro que hay alfajores que no están destinados a sacar el hambre a media tarde, sino a satisfacer un gusto hedonista, un antojo personal más cercano al placer que al alimento. Y es ahí donde los alfajores argentinos están dando que hablar.

Havanna no está solo. A su histórico competidor Balcarce se sumó recientemente Cachafaz –con fábrica en Ciudadela, sus ventas explotaron en 2010-, una marca que busca ganar el quiosco y el chino de la cuadra, llevando un sabor premium a un lugar de consumo al paso. También Guolis desembarcó en este nivel de precios. Con una mística artesanal y de la tierra adentro –son de Balcarce, provincia de Buenos Aires- combina a la perfección los rellenos frutales con las apuestas clásicas de dulce de leche. Eso sí, está más cerca de ser un bombón relleno que un alfajor, aunque cumple con el de un alfajor: dos galletas esponjosas y ligeramente húmedas –efecto del dulce del leche del relleno- y cubiertos con una fina capa de chocolate.

Ahora, ¿qué distingue a un producto premium de uno que no lo es? Están quienes afirman que las producciones industriales no respetan las recetas originales; y están los que opinan que la diferencia fundamental pasa por la calidad de la materia prima: un alfajor de quiosco, de los que se compran por 3 pesos, no lleva chocolate sino cobertura de chocolate –que es más grasosa y barata-, ni emplea un dulce de leche de primera. La diferencia, claro, está en el sabor. Y eso no resiste mayor explicación.


¿Alfajores livianos?   
La otra vertiente novedosa en el mundo del alfajor son las nuevas versiones light. A todas luces una contradicción –en las generales de la ley un alfajor doble ronda los 250 calorías, y un triple puede llegar a las 500, casi un almuerzo-, la cosa es que ahora existen modelos livianos. La mayoría son a base de arroz y vieron la luz en los últimos tres años. En un momento en que la gente busca comer sano y adelgazar, el invento fue un boom.

Los estrategas del alfajor se dieron cuenta que la mayoría de los argentinos los comemos para saciar el hambre durante el día. Y si se trata de un consumo funcional, de ahí a que sea funcional y diet hay un paso corto. El problema es: ¿cómo hacer de un combo de dulce de leche y chocolate algo diet?

La respuesta salió de una mente acostumbrada a contar calorías. Si los consumidores había reemplazado las harinas en sus dietas por las galletas de arroz, en el caso de los alfajores había que realizar un cambio similar. Así nació Chocoarroz, seguido luego por Alfarroz. Rondan las 80 calorías por unidad e incluso están los que se jactan de estar enriquecidos con Omega 3 y Omega 6, como Natuel. El punto crítico, es que para los argentinos acostumbrados al desbordante sabor del dulce de leche, estos alfajores son algo más que una versión descremada y pasteurizada: apenas llevan una delgada lámina (los que llevan dulce de leche), mientras que la mayoría tiene el corazón relleno con jaleas y jarabes Bajas Calorías. Eso sí: cumplen con el cometido de rellenar el paréntesis entre comidas, que no es poco.



Alfajores camiseteros
Mientras el alfajor sofistica su oferta a nivel local, y empieza a soñar con la exportación –Latinoamérica es un mercado cada vez más demandante, Emiratos Árabes quizás el destino más exótico-, una cosa es indudable: el argentino consume con locura sus alfajores. Pero no cualquier alfajor.

Existe una suerte de fenómeno de identidad entre las marcas y los consumidores. De partida, la gente no los llama alfajores, sino por su nombre: “me comí un Jorgito”, “merendé un Tatin”, “con un Guaymallen a media mañana estás listo”. Lo que desemboca en una suerte de identidad de consumo que, como con las camisetas de fútbol, no se traiciona. O al menos no fácilmente. Un caso ejemplar es el de Suchard, aquel alfajor que marcó a toda la generación que fue adolescente en los ochenta y que hoy piden su regreso en Facebook. Recientemente Cachafaz lanzó una edición mousse con un pack muy similar al Suchard de entonces y las respuestas fueron del desaire al enojo. En Facebook pueden leerse post como este: “quiero que vuelva el auténtico alfajor Suchard, además que es el mejor es el primer envase que se inventó con pestaña para abrir fácilmente es lo más”.

Otro caso similar es Capitán del Espacio. Elaborado en el sur de la ciudad, es un producto de culto entre los militantes del alfajor. De una tirada acotada a su geografía –Quilmes y alrededores- el Capitán se consagró como un orgullo del sur que apenas cruza el Riachuelo a Capital por la línea Roca.

De igual forma, están los que aman con locura los alfajores cordobeses de fruta, y quienes los denostan por considerarlos una gusto folcklórico sin mucho atractivo, más que el souvenir a la vuelta de un viaje. O quienes consideran que el verdadero alfajor es el de maicena que se conseguía en la despensa hace un puñado de décadas y que todo el boom actual de alfajores chiquitos, grandotes, con arroz y premium son poco más que una alta traición a Doña Petrona. Cualquiera sea el caso, una cosa parece queda clara: para los argentinos, el alfajor es mucho más que una golosina.

Este es el crudo de la nota que fue publicada por Revista VIVA, el domingo 12 de febrero de 2012. Para leer la reseña de Osvaldo Gross, marca por marca, pinchá acá.

30 de marzo de 2012

10 vinos “incorrectos” para la mesa de pascuas


La gastronomía de vigilia propone un curioso desafío a los bebedores de tintos. Con las carnes rojas prohibidas, los blancos parece la opción natural. Quienes se nieguen a expiar culpas vínicas en esta Pascua encontrarán escape a su viacrucis personal en los 10 tintos que siguen.

Valbona Bonarda 2010 ($27) es una rareza por su perfume abierto y su boca elegante y suave. Proveniente de San Juan, lo elabora bodega Augusto Pulenta y es un tapado de la góndola que merece ser descubierto. Se disfruta sin prejuicios con una empanada gallega, con masa esponjosa y apenas dulce. O bien con las clásicas empanadas de vigilia.

Tracia Syrah 2011 ($22), elaborado con uvas de San Juan por Finca del Enlace, es el típico vino amable y frutal que combina bien con un amplio espectro de comidas. En este caso, sugerimos acompañarlo con orechiette en salsa a base de crema y hongos. No olvidar el queso grana y unos buenos mignones para repasar el plato y acabar con la última gota de vino.

Jean Rivier Malbec Bonarda 2009 ($35). Esta bodega sanrafaelina, bien conocida por sus vinos blancos, tiene en sus filas este tinto de aromática expresiva, boca suave y taninos mullidos. Condición necesaria, claro, para sumarle sabor a un risotto de portobellos y hongos de pino secos. Tip infaltable: un dadito de manteca por plato previo al servicio y a disfrutar del vino.

Ique Malbec 2010 ($35) es, para todo aquel tomador de tintos por definición, una posta en el camino del paladar ascendente. Elaborado por bodega Foster, ofrece buena fruta roja como nota dominante, y tiene el andar suelto de sus taninos de trama fina, que se ajustan como guante de seda entre le paladar y la lengua. Recetado para acompañar unos calamares a la parrilla y servidos con salsa de tomate y páprika.

Viñas de Narváez Cabernet Sauvignon 2009 ($38). Para el promedio del mercado, este varietal mendocino es una rareza que conjuga una aromática frutal y sutil con un paladar rico en emociones y de prolongado sabor. Es perfecto para unas pizza margherita de masa delgada y a la piedra, con mozzarella, tomate y albahaca. O una patate, con rodajas de papa, queso pecorino y pimienta negra, como la que sirve Siamo Nel Forno.

Navarro Correas Colección Privada Cabernet Sauvignon 2009 ($40). Entre los tintos del mercado, este ejemplar destaca por tres cosas: sabor, intensidad y elegancia. No son pocos atributos. Están cambiando la cosecha, así es que esta es una buena oportunidad para hacerse con algunas de las últimas botellas 2009. Es ideal para acompañar un chupín de congrio (o bacalao).

Marianne Malbec 2010 ($40) es otro de los sanjuaninos que deslumbran en el mercado. Frutado, con cuerpo medio y acertada acidez refrescante, este tinto envolvente le pondrá buen sabor a una lasagna de berenjenas, mozzarella y queso sardo. Importantísimo: no olvides agregarle olivas negras cuando la saque del horno, ni la pimienta y ni el hilo de oliva al momento de servirla.

Yauquen Cabernet Malbec 2010 ($47). Por su poca madera, abundante fruta roja, rica acidez vibrante y paso jugoso, es el tinto con el que hoy sueñan los que sueñan con el bacalao a la vizcaína que se comerán en pascua. Un detalle gourmet –fuera de la receta- es agregarle una copita de vino al preparado durante la cocción. Agendalo.

Saurus Pinot Noir 2008 ($53), por su estructura etérea, andar liviano y tacto de pluma, este Pinot patagónico es el plan perfecto para un salmón grillado con un dado de manteca y una pizca de eneldo. En este acuerdo verá cómo el viejo mito del tinto y el pescado quedan olvidados esta vigilia. El truco está en no servir el vino caliente; un golpe de heladera obrará milagros.

Durigutti Cabernet Sauvignon 2010 ($55) es una perlita en la góndola de la vinoteca. De carácter dócil y frutal, este tinto tiene el paladar elegante de los grandes Cabernets, que se hacen sentir con un cosquilleo jugoso en la quijada. Por eso es candidato natural a unos ravioles de espinaca y ricota con una salsa apenas picante de tomate, langostinos y alcaparras enteras.

Esta nota será publicada en Lamañana de Neuquén el domingo 1º de abril de 2012.

3 de marzo de 2012

El libro de recetas más triste del mundo


Webeando encontré esta imagen. Una muchacha joven, obesa y jovial toma del pico de cierta botella vaya uno a saber qué brebaje. El título que la acompañaba no era menos curioso: “Bridget’s Diet Cookook”. Con una mezcla de curiosidad y morbo me puse a rastrear quién pudo ser Bridget como para publicar un dietario de estas características. Y lo que hallé detrás de la tapa fue, para mi sorpresa, la historia triste y corrosiva que sigue.

Bridget fue una estrella en su momento. Más que estrella habría que apuntar que fue una supernova, ya que la especialidad que catapultó a Dawn McDowell –conocida como Bridget por los gordos anónimos y declarados de Estados Unidos- fue precisamente su tamaño.

Corría el año 1971 cuando una editorial de Boston puso un curioso aviso en un vespertino. Buscaban una mujer gorda como modelo para una serie de desnudos fotográficos. Inspirados en las conejitas de Play Boy, con las que ya habían impreso puzles, los editores pensaba que podrían explotar el costado grotesco de la gordura, en lo que sería visto por la audiencia norteamericana como una sátira de su propia condición, y así jugar una carta llamativa en el mercado.

En esos años Dawn McDowel tenía 19. Oriunda de Connecticut, su peso era de unos 125 kilos y sus dimensiones estaban claramente por encima de la media. Era rubia y alegre, aunque estaba llena de resentimientos contra su madre, demasiado dominante y preocupada por el qué dirán como para aceptar a su hija tal y como era. Dawn estudiaba en el Grahm Junior College de Boston y estaba sin dinero. Al leer el aviso en el vespertino no se lo pensó mucho y fue al casting sin saber que llegaría a ser una suerte de estrella obesa, que con su imagen bonachona, redimiría a millones de norteamericanos.
 
Entre la docena de chicas que asistieron a la cita, la eligieron a ella para una prueba de cámara. Fue una sesión de fotos sencilla en la que tuvo que posar desnuda para una treintena de tomas. Al terminar, regresó a su casa con unos dólares en el bolsillo.
Poco tiempo después encontró en una tienda un puzle donde se la veía desnuda. Se sintió extraña. Primero porque no estaba al tanto de que las fotos se publicarían. Y segundo, porque verse en cueros sobre un escaparate público, no era algo para lo que estaba preparada. 


En la editorial le dijeron que le pagarían un extra por las ventas. Pero que debía quedarse tranquila, porque los puzles eran una provocación que nadie compraría. “Creo que ellos pensaban eso de verdad”, declaró Dawn muchos años después a Dimensions, la revista norteamericana que aborda el sobrepeso femenino y su problemática. “Pero no sólo se vendieron todos, sino que pronto hicieron más.”

Con una mezcla de vergüenza y vértigo por el futuro, Dawn firmó otro contrato de exclusividad con la misma editorial. Debido al éxito del puzle, ahora se harían nuevas tomas par aun calendario en el que Bridget mostraría las carnes en gomerías y casas de empeño de los barrios periféricos del este. Fue un batacazo. Y en 1972 quedó sellado el camino de Dawn hacia la supernova Bridget.

Luego vinieron una docena de títulos en los que el destape y el cuerpo obeso de Dawn –por esos años había aumentado a 150 kilos - se convirtieron en un ícono cultural que decoraba las heladeras, las estanterías de cocina y las mesitas del living de la gente desde la costa este a la oeste de los Estados Unidos. Uno de los títulos más vendidos fue Bridget's Diet Cookbook, el libro de recetas en el que la joven cocinaba ligera de ropas y enseñaba a preparar platos ricos y bajos en calorías.

El paroxismo fue Bridget Organic Cookbook, cuya tapa mostraba a Bridget como una tonta que decoraba su cuerpo con lechuga y tomate, para demostrar así que se podía comer sano y bio. No importaba lo que hiciera Bridget, sus productos se vendían. La gente la reconocía por la calle y le pedían autógrafos: en Connecticut, en Boston, en Massachuset. Incluso sus amigos de Dawn comenzaron a llamarla Bridget a secas. Dawn entró en un período de confusión. Le gustaba la fama, pero no que no la reconocieran a ella. Le gustaba el dinero que ganaba, pero no que tuviera que ser otra para ganarlo. Era una modelo, de eso no le cabían dudas, pero comenzó a sospechar de que la gente se reía a sus espaldas, y de que se había convertido en un pelele que tranquilizaba las conciencias de los come-hamburguesas de su país, con una imagen exitosa y semejante.


Fue el punto decisivo: una cosa era estar gorda y que eso fuera un punto de reconocimiento y otra muy distinta era que la editorial la explotara como una freak, en la que ella nada más ponía el cuero. “En el fondo ellos nunca entendieron qué fue exactamente lo que sucedió, por qué se vendían los libros y los posters”, describió Dawn en la misma entrevista a Dimensions. Para ellos se trataba más bien de una humorada, cuando en verdad al público consumidor le gustaba Dawn/Bridget, su aspecto entrado en carnes y no las pin up bunnies que mostraba la industria de la publicidad. Había una falta de respeto esencial a su condición, a lo que ella era. “Sino –razona Dawn- ¿por qué no hubieron más Bridget? Cualquiera podía desnudarse y posar”.

Dawn renunció a su contrato y a su vida de supernova en 1975 y se refugió en los estudios de comunicación en la misma escuela de la que había salido. La editorial continuó sacando sus productos por años, aunque ella no cobró gran cosa por ellas. Pasados unos 15 años, incluso le ofrecieron hacer una serie de productos sobre el derrotero de Bridget  -que rozaba ya los 170 kilos-, oferta que rechazó, no sin morderse el labio inferior: era dinero y algo de nueva fama para ella, que había entrado en el cono de sombras, sin hijos y sin pareja, y a la puerta de los cuarenta. Pero Dawn había aprendido algo a fin de cuentas: eso era convertirse en Bridget, la cosa, el objeto obeso y decorativo que le quedaba cómodo a los demás, salvo a ella, y no estaba dispuesta a serlo nuevamente.

Quedó, eso sí, lo que ya se había publicado en libros y calendarios. Hoy se los puede ver en internet, descargar de algunos sitios e incluso comprar en Amazon.

22 de febrero de 2012

No todo es roble en el vino

A la hora de criar un vino, la madera es una pieza clave que aporta estabilidad y sabor. El roble es la más empleada en el mundo, pero no la única. Antiguamente, para la crianza se empleaba madera de acacia, cerezo y castaño. Algunas bodegas vuelven a usarlas.


El roble triunfó. Se impuso sobre las otras maderas por su capacidad de dar aromas y sabores al vino, a la vez que por su seguridad y plasticidad a la hora de fabricar las barricas. A tal punto, que hoy hablar de crianza es hablar de barricas de roble. Sin embargo, no siempre fue así.

Cuando el roble no estaba disponible en cada rincón del planeta otras maderas ocupaban su lugar: cerezos, castaños y acacias estaban entre las maderas más empleadas y, cada una a su manera, supo perfilar los vinos que se criaron en su vientre. Pero ahora parecen estar volviendo. Al menos, como un condimento más en la paleta empleada por la enología moderna.

A la fecha, un puñado de enólogos locales emplean algunas barricas de acacia y dominós y astillas de cerezo, principalmente. ¿Qué buscan? Abrir el abanico gustativo de los vinos, ya que el roble, si bien es perfecto para la crianza, también es un commodity gustativo al alcance de todos. Así, principalmente para la crianza de vinos blancos –más sensibles a estos pequeños aportes gustativos-, pero no sólo para ellos, algunas bodegas se atreven a emplear maderas alternativas, tanto en barricas como en otras formas. Ejemplos perfectos del mercado local son Don Diego Syrah Castaño 2005, que fue criado en madera de Castaño; Saurus Malbec 2009, donde el cerezo suma aromas delicados; y La Celia Late Harvest 2008 y Saurus Chardonnay 2009, dos vinos que en su crianza cuentan con el aporte de la acacia. Para Leonardo Puppato, enólogo de familia Schroeder “la acacia es un condimento más que le aporta aromas delicados a nuestro Chardonnay, mientras que también cumple con la crianza,” explica.

¿Para qué sirve la crianza?La madera en el vino no se emplea como condimento. En cualquier caso, el sabor resultante es una consecuencia del uso de barricas como una herramienta de estabilización, que busca crear las condiciones necesarias para que los vinos sean longevos.

Y si bien la madera es sinónimo de calidad para el consumidor, la razón para emplearla es meramente técnica: tanto los taninos como los antocianos del vino –es decir, su esqueleto estructural y el color- son sustancias que no están disueltas en el producto, sino que se encuentran suspendidas. De forma que el tiempo y el movimiento, pueden hacerlas precipitar y desnaturalizar al producto.

Pero al criarlos en barricas, la lenta oxigenación que se produce a través de los poros de la madera reorganiza químicamente el vino, uniendo el color a la estructura y permitiéndoles sostenerse en el largo plazo, a la vez que concentrándolos ligeramente. Esta función la cumple prácticamente cualquier madera. Mientras que el sabor que le aporta en el proceso es la que funciona como condimento.

El roble es conocido por que suma notas de vainilla. La acacia, por su parte, aporta el tono perfumado propio de esta madera, que recuerda a las flores; mientras que el cerezo es levemente aromática y aporta un tono general de nuez.  El castaño es otro cantar: porque además de ser una madera muy porosa –lo que obliga a sellarla con parafina- suma una nota de castañas evidente.

Ángel Mendoza, enólogo cuya opinión es respetada en el medio, sostiene que “la acacia, en la fermentación de Chardonnay, entrega algunas notas de miel mentolada muy atractivas. Y el cerezo silvestre otorga mucha personalidad al Malbec, exaltando la nota de confitura de frutos negros”.

Otras maderas en el mundo
Además de las mencionadas, en Argentina y el mundo se han empleado otras maderas. En los primeros vinos salteños, por ejemplo, se usaba el algarrobo, que les daba un carácter muy tánico. En vinos de Chile se empleó el raulí, una madera que abunda en el sur del país trasandino. Y en la zona del Rhône, Francia, aún se emplea con regularidad el castaño. En cualquier caso, el paroxismo lo aportan los griegos usando madera de pino del mediterráneo: tan claramente invasivo, que a este tipo de vinos se les llama Retsina.

Esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 19 de febrero de 2012.

17 de febrero de 2012

Biografía no autorizada de un bebedor de vinos

El vino llega un día y no se lo abandona más. Pero como todas las primeras veces en la vida, ese encuentro suele no ser perfecto. Estas son algunas de las cosas “no autorizadas” que suceden.

El primer error etílico. Los primeros pasos en la vida de un amante del vino arrancan en la adolescencia. Siempre de noche, en casa de unos amigos y lejos de los padres, el alcohol enciende la mecha de la lujuria y lo prohibido para dejar una primera e imborrable lección: lejos de dar placer, consumido en exceso, envenena. Y así suelen quedar fuera del ángulo de consumo Gancia, Gin o Ginebra, mientras que se abre la puerta a otros productos.
Fernet y después. Los segundos pasos suelen tener que ver con la más oscura de las pasiones: el fernet y la noche. Hasta aquí, el novel bebedor aún cree que el alcohol es funcional a su vida y del sabor se discute poco y nada. Algunos, sin embargo, ya probaron la champaña, quizás los frizantes, y reconocen que en el vino hay un capítulo aparte en la vida.

Reconciliación vínica: pero si en la adolescencia intentamos distanciarnos de nuestros padres –y por tanto de sus consumos- el vino no resulta una bebida atractiva sino hasta que se dobla la curva de los 20 años. Recién ahí empieza a jugar un rol más claro: asados en casa de amigos y picaditas, la mesa con los padres (en la que ellos pagan). No obstante, el bolsillo no da para los gustos, así es que el camino se emprende sin muchas elecciones, con el precio como único valor ponderable.

La salida gastronómica: las parejas estables traen la primera gran novedad en el mundo del vino, cuando la comida se transforma en un juego y en un terreno a explorar. Es el momento en que el placer despunta sobre la funcionalidad etílica, y tintos y blancos forman un universo a descubrir. Nacen los primeros amores a las marcas que dan seguridad y confort al paladar, pero también se dan los primeros pasos concretos hacia el conocimiento. Es cuando se suele tomar un curso de cata o un nivel inicial de vinos.

Pongo unos morlacos más. A partir de este punto, realmente, se empieza a formar el paladar de un bebedor de vinos. Ya que se reconoce que hay vida más allá de la marca segura; finalmente pica el bicho de la pasión y algunos se vuelcan sin freno al complejo mundo del vino: se puede hablar de él en la oficina, en la casa de los amigos, en los almuerzos y cenas de trabajo empieza a ocupar el rol que tiene el deporte o los hobbies en general: acercar a las personas.

Premeditación y alevosía: a esta altura del partido –unos 35 años y más- se cuenta con un poco de margen para darse los gustos sin culpa. Entonces aparece la botella de diario –que se compra en el súper semanalmente- y aquellas botellas que se guardan para momentos especiales. El precio no es la única variante: también pesan el gusto y la ocasión. De paso los restaurantes empiezan a ocupar más espacio en la vida y de ahí que el vino se vuelva más presente aún.

La botella top es el momento en el que se siente haber llegado a alguna parte. Comparado con aquella tranca de la adolescencia, el consumidor sabe ahora que hay etiquetas fabulosas –ha tomado un par-, descubre que el alcohol y su efecto poco tiene que ver con su gusto; en cambio aprendió a consumirlo con respeto y liviandad, pero sobre todo con criterio. Entonces el vino se completa como un gusto más en la vida: están los que eligen la pintura, la música y el deporte, y los que además elijen el vino.

El vinito para enderezar la vista, como dirían algunos abuelos, es el punto en el que el placer, el gusto y lo hedónico ya están lejos, porque las personas nos despojamos cuanto más viejos nos ponemos. Ahí es cuando una (o dos) copas sirven para arrobar el corazón y afilar la vista. Todo lo contrario que al comienzo, en que se buscaba nublarla bajo los efectos del alcohol. También es el punto en el que se comparte el vino con los hijos, a los que se los ve recorrer el mismo camino.

Esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 12 de febrero de 2012.

6 de enero de 2012

Esta es la Patria Fernetera

Argentina produce y consume la mayor cantidad de fernet en el mundo. Hace quince años este amaro era una bebida de culto en Córdoba y hoy conquista Buenos Aires. Esta es la historia de un fenómeno social que va más allá de la espuma color caramelo.

 Esta nota fue publicada en Revista Viva del 30 de octubre de 2011

En la previa del boliche en Lugano, en un bar de Palermo, en una terraza en Carlos Paz y en una bailanta de Río Cuarto, bajo el solazo de Cafayate y en las calles top de Mendoza, el fernet gana la escena. El más reciente fenómeno de consumo de masas y la más negra de las nuevas pasiones argentinas, crece en ventas cada año y hoy se consagra como la tercera bebida alcohólica más consumida del país.

Su amargo dulzor, su áspero paso cremoso, atraviesa todas las barreras sociales y ya se lo encuentra en lujosos casamientos de zona norte, servido en trago largo y como un guiño “nac and pop”, y en las bailantas del tercer cordón del conurbano bonaerense, preparado en “mamila”, una botella de plástico cortada a la altura de sus hombros. ¿Cómo lo consiguió?

Una botella por argentino
Basta un dato duro para ilustrar el fenómeno: nuestro país es el mercado más grande de consumo de amaros –esa es el tipo de bebidas a las que pertenece el fernets-, y en 2010 produjo la friolera de 31 millones de litros, es decir una botella de 750 cm3 por habitante. Comparado con el vino o la cerveza, el número puede parecer chico. Pero contrastado con la cantidad producida en 1995 –unos 700 mil litros, según la Cámara Argentina de Productores de Licores- está claro que el boom del fernet es un fenómeno de consumo creciente y relativamente nuevo.
 
En poco más de quince años, una movida que reconoce como epicentro a Córdoba –donde se consume el 30% del fernet, según fuentes oficiales- migró del interior del país a la capital y hoy se impone en la gran ciudad y su conurbano, -donde se vende otro 30%-. Para Juan Viglione, director de Pheasant Partners, empresa que realiza consultorías de mercado para las principales productoras de fernet, “es un fenómeno de ascenso social; un consumo de la periferia que asciende de la mano de la movilidad social, que en este caso involucra sobre todo a los estudiantes: los que fueron a Córdoba, se llevaron la bebida a sus ciudades de origen, y las migraciones internas lo trajeron a Buenos Aires”, explica.
 
En su hipótesis, el fernet ascendió socialmente y sumó a su raíz cuartetera el consumo cosmopolita de la ciudad. Un poco motivado por el progreso de esos mismos estudiantes, ahora profesionales, y otro poco porque la comunicación de las grandes marcas le dio un sentido amplio. Empresas como Fernet-Branca –líder por tradición y ventas-, o las nuevas Fernet 1882, Ramazzotti o Vittone, cambiaron el foco de la comunicación en la última década, bajando desde un plano que reivindicaba a la pureza casi medicinal del producto a un espejo cultural de los argentinos.
 
Basta recordar el comercial de Cinzano, con el claim “uno de cada diez argentinos es gay”. O el que protagonizaba Alfredo Caseros para Branca, en la que decía “el fernet no mancha, decora”. O las nuevas compañas de Fernet 1882, que rozan el absurdo con un cándido sentido de la argentinidad –como el surfer que cabalga olas en un Renault 12, el remisero que trae un pasajero del espacio, o los 1882 ansiosos por morder un capuchón de una Bic-. La creatividad que ha desplegado esta bebida en la última década amerita una recorrida por YouTube: con tipear “fernet” alcanza.
 
Las publicidades son un síntoma de un consumo concreto. Para José Porta, CEO de Porta Hermanos, empresa cordobesa en el negocio del fernet desde hace décadas, lo que sucedió fue “un cambio cultural, una apropiación de parte de los consumidores de una bebida digestiva y de viejos, para convertirla en una de reunión, de encuentro y de amigos. Es una transformación muy argentina, por eso no reconoce límites sociales, como el mate,” sostiene.
 
En sentido los números parecieran darle la razón. En las últimas décadas el mercado de bebidas alcohólicas dio un giro copernicano en nuestro país: la cerveza pasó del 6% a 60% del consumo de desde 1980, mientras que el vino redujo su participación. Y a la sombra de ese cambio, se gesta un nuevo tipo de consumo, tal como lo describe Mariano Maldonado, gerente de marketing de Campari: “hoy asistimos a una nueva forma de beber en la que el fernet, y los vermouth en general. Básicamente porque reúnen a la gente en momentos gratos,” explica.


Fernet Para la Tos
Los orígenes del fernet flotan en una oscura espuma de intereses. Para unos, fue creado a principios del siglo XIX por un boticario suizo llamado Fernet. Otros afirman que Bernardino Branca, fundador de la casa Fratelli Branca, es el inventor de la fórmula secreta que le dio vida a su imperio. Mientras que algunas versiones hablan de un comerciante de bebidas llamado Ausano Ramazzotti, que por azar descubrió la bebida mágica. Cualquiera sea el caso, una cosa es segura: a mediados del siglo XIX el fernet vio la luz, junto con muchas bebidas de su clase, los bitter como el Angostura, Cynar, Pineral y Campari, por ejemplo. Y lo hizo con el mismo fin medicinal que las otras.
 
En ese entonces beber un amaro no tenía nada que ver con el placer, sino que la gente buscaba un jarabe para aliviar dolencias y los preparados a base de alcohol eran comunes entre los boticarios. Elaborado a partir hierbas y raíces –sus descriptores botánicos ascienden a más de 40-, el fernet lleva desde manzanilla a cardamomo, de azafrán a ruibarbo, ginseng, cáscara de naranjas y canela entre otros ingredientes. Cada una de ellas es largamente macerada en alcohol o agua y luego combinadas con caramelo de azúcar –responsable del dulzor y el color negro- y vueltas a infusionar hasta una graduación que hoy roza el 40%. Luego, descansa hasta un año en grandes cubas de roble para homogenizar el sabor y domar su áspero carácter.
 
De ahí que conserve fama de curativo, de digestivo, de calmante para los dolores menstruales, de bálsamo para la resacas y todo tipo de dolencias del alma. En nuestro país, sin embargo, el boom está lejos de cualquier fin terapéutico. Aquí el fernet encontró una forma singular de consumo: el trago de cabecera –único trago posible, dicen los puristas-, combina fernet con Coca y hielo y se bebe en forma directa. “Nada de coctelera, ni medidas precisas: la maestría está en saber combinar bien dos elementos y esa sencillez es una de las claves del boom. Cada uno lo prepara como quiere”, explica José Porta.

Made in Córdoba
Nadie duda que el corte con Coca fue el fruto del ingenio cordobés. Como en al provincia mediterránea hubo varias colonias de inmigrantes italianos, el fernet tuvo ahí su centro de consumo histórico, en donde se lo bebía de forma clásica: en la sobremesa y puro. Pero a principios de los 80, la combinación con Coca ya formaba parte del folclore nocturno en las tierras de la Mona Jiménez. Entonces se popularizó el “noventa dos diez” –la combinación mágica para los ferneteros- que representa: 90% de fernet, dos rocas de hielo y 10% de bebida cola.
 
El secreto del trago es kick etílico que busca un consumidor, la cuota de azúcar necesaria para dar energía y morigerar el amargor, y la frescura propia de una bebida que calma la sed. Con un plus, que es precisamente el que lo ha convertido en hit de ventas en consumidores de entre 18 y 35 años: el fernet tiene fama de “pegar bien”, es decir, que no adormece, ni deprime como otras bebidas, y permite estirar la noche.
Conscientes de este fenómeno, en los últimos años las empresas productoras le bajaron la graduación. No es para menos. Siguiendo las estadísticas de producción, en argentina se consumen 50 mil tragos largos por hora. Guarismos aparte, una cosa es cierta hoy en la patria fernetera: el fernet llegó para quedarse.


Principales marcas de fernet
Hace veinte años en argentina había muy pocas marcas de fernet. Con Branca como líder, a la fecha el mercado se sofisticó y hay no sólo nuevas marcas, sino también distintos segmentos de precio. El que manda, sin dudas, es Branca ($36), con cerca del 60% del mercado –según estimaciones-; le sigue Branca Menta ($32); Fernet 1882 a ($30), que forman el pelotón de los caros. Luego viene Fernet Cinzano ($28) y Ramazzotti ($26) en la gama media. Y al final Lucera, Enotria y Capri, que rondan los 15 pesos.
En todo caso, la formulación de cada marca es única y lo que cambia, al modificarse el precio, son dos cosas: el tiempo de estacionamiento en roble y el empleo de algunos botánicos, como el carísimo azafrán.

1 de enero de 2012

De qué hablamos cuando hablamos de vino

Para acompañar comidas, para reforzar el estatus, para hablar de placeres, buena vida y como hobby de aficionados. Pocos consumos adquieren la complejidad del vino.

En los últimos años el vino ha ocupado cada vez más un lugar destacado en las conversaciones. Algunas veces son charlas obvias, otras menos. Lo cierto es que el vino resulta un tópico sobre el que se habla: en una cena, en un almuerzo o simplemente frente a la góndola del súper, el club o una reunión de amigo. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de vinos?

Hablamos de una bebida, claro, es el tópico más obvio, pero de una tan especial que se sostiene como tema en sí mismo, en forma de publicaciones, programas o simplemente charlas de amigos. Y eso, porque es la más completa y curiosa de las bebidas: conocer sobre ella puede ser también un hobby.

Hablamos de sabores, es verdad, porque tintos y blancos huelen y saben a cosas diferentes: a las ciruelas de la infancia o al maracuyá de los viajes a Brasil de la juventud. Pero también de la acidez filosa de ciertos vinos, que hielan tanto como algunas las palabras.

Hablamos de un negocio, evidentemente, porque detrás de una botella hay una industria que mueve 14 mil millones de pesos al año, genera 113 mil puestos de trabajo en forma directa y que le da proyección a la Argentina en el mundo con un producto de origen, que es motivo de orgullo.

Hablamos de status, más que nada, porque a diferencia de la cerveza, el vino es la bebida elegida por quienes tienen algún recurso para darse gustos. Y entre esos grupos, está claro que se consumen cosas diferentes: la gente que tiene mucho dinero puede probar botellas de 300 o 1000 pesos la unidad. Al resto, le viene bien las que están entre 15 y 50 pesos, que ya tienen sabores diferentes para ofrecer.

Hablamos de estilo de vida, ya que no es lo mismo conocer qué comida va mejor con qué vino que ir a las combinación gruesas o voluntarias. No caben dudas que en materia de combinación de sabores todo se puede, pero quien haya probado ostras con champagne o quesos con vinos blancos, sabe de lo que hablamos.

Hablamos de embriaguez, aunque no siempre, porque sabemos que una copa sienta bien, entre dos y tres encienden la chispa del humor y la seducción, y que más de cuatro son la promesa segura de una siesta profunda. Pero en cualquier caso, en una conversación, la embriaguez es comentada sólo cuando fue una chispa de alegría o un combazo con modorra.

Hablamos de compartir, siempre, ya que una botella es mucho vino para una sola persona. Y porque además suele beberse con las comidas, de forma que nunca se está solo con la botella. El whisky, en cambio, sí es bebida de solitarios.

Hablamos de puntajes, especialmente en los últimos años, en los que un buen vino podía salir de la boca de un catador como un pequeño eructo contable: 92 puntos,  89 puntos, 98 puntos. En fin, que tanta gracia se puede resumir también en una nota.

Hablamos de tecnicismos, aunque ya va cayendo en desuso, cuando por ejemplo queremos saber cuánto tiempo de roble tiene un vino, si hizo o no fermentación maloláctica, si la uva fue cultivada en parral o en espaldero. Como si acaso uno le preguntara al carnicero la biografía del bife ancho. Y si esto es así, es porque el conocimiento de vinos prestigia.

Hablamos de botellas, es decir, de una u otra que tomamos en determinados momentos: con los hijos, con los abuelos, los amigos, la cena de negocio, para cada una de estas reuniones hay una o varias marcas. Pero sobre todo, hablamos de botellas porque los grandes vinos evolucionan en solitario y se depegan del gusto de sus pares hasta hacerse singulares.

Hablamos de liberación, casi siempre, porque elegir darse un gusto es, al fin y al cabo, sentirse un poco más vivos. Todos sabemos que no es lo mismo beber de oficio lo que haya en casa, que elegir una botella que hemos madurado en el deseo hasta convertirla en una realidad. Encontrar lo que se busca es liberarse de una carga, siempre.

Hablamos de cultura, claro, en el sentido más amplio: de un producto hecho por el hombre y para el hombre, que tiene sofisticados detalles de origen y rocambolescas formas de decirse, pero que también es tan accesible como la amistad, tan cordial como una buena charla y más expresivo que muchos sentimientos.

Esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el sábado 31 de diciembre de 2011.

29 de noviembre de 2011

7 modelos de bebedor de vino con los que es mejor no toparse

En el mundo del vino hay de todo: desde gente extraordinaria a unos tipos impresentables que es mejor no tenerlos cerca. De todas las clases de bebedores de vinos, los que van a continuación son los más insoportables.

 La foto la tomé prestada, vía google, del sitio al que linkea... una licencia poética.

Como en todo mundillo, en el del vino hay ciertos personajes que encarnan las virtudes y miserias humanas como ningún otro. Están los que expresan las virtudes de la amistad, lo mejor de las relaciones y también el gusto refinado; pero también abundan los que no convidan, los que refriegan conocimiento, los que desprecian y los que se ponen paranoicos, entre muchos más. En esta nota pasamos revista a siete de los más molestos bebedores de vino.

El “canuto”: amarretes hay en todas partes, pero con el vino se da el raro caso de los que comparten sin compartir o, como se dice en al calle, encanutan la botella frente a los demás. Conocemos al menos dos ejemplos clásicos: el que se lleva la botella a una cena, la ponen debajo de la mesa y, con cierto disimulo, se sirve sin convidar; o bien los que esconden una botella en la cocina y van furtivamente a llenarse la copa, mientras el resto bebe lo que hay sin enterarse del tesoro. El pecado de este bebedor es creer que los demás no entienden ni saben de vinos, y que por eso no merecen probar su botella.

El Fundamentalista: neurótico, es el tipo de consumidor que no come, que no brinda y que no comparte si no es con vino. Tiene a su favor la devoción. En su contra, que puede llegar a ser pesado como dos vacas en brazos a la hora de sentarse a la mesa. Es el que siempre sabe y alecciona acerca de cómo se sirve, cómo se bebe y de qué manera se acompaña cada vino, ya que se cree poseedor de una conciencia superior igual que un mal profeta. En sus versiones light, provoca la misma ternura que un burro empacado.

El bebedor vale todo: es el tipo de consumidor que toma cualquier cosa, indiscriminadamente, mientras que tenga alcohol. Un ejemplo típico de esta dolencia, sería: se descorcha la botella con él al lado, y una vez que se le sirve y se reparte a los demás, vuelve a estar junto a la botella en el momento en que está a punto de quedar vacía y pide nuevamente que le sirvan. La parte molesta de este consumidor es el atropello y el egoísmo y la distancia que lo separan de un bom vivant.

Complot etílico: la desconfianza argentina por el desfalco y el cuento del tío ayuda a perfilar este tipo de bebedor de vino, que no cree en el producto, que no cree en sus bondades y que no cree, al cabo, en la gente que hace, produce y consume vinos. Es del tipo conspirativo, que piensan que detrás de todo se mueven intereses que quieren engañarlo y que, en el fondo, le sirven de excusa para no probar nada nuevo: su paranoia es que el gerente de marketing, con la anuencia del enólogo y el bodeguero, buscan estafarlo. Jamás cambia de marca. Y al final pierde, porque la sospecha le impide sorprenderse.

Bebedor de tribuna. Es una variante particular del fundamentalista, en la medida en que se declara bebedor de un variedad de uva, de una marca o de un estilo,  y rechaza todas las demás porque no cumplen con su gusto. Se da mucho entre quienes beben Syrah –que tienden a hacerle el aguante a la variedad- o los que dicen que el Cabernet Sauvignon les resulta fuerte y ovacionan a cada momento al Malbec, sin probar nunca al supuesto rival. Una variante típica, es el que nunca elige blancos. En sus versiones más duras, llega a ser insoportable.

Especialista muy especializado: sobre la mesa hay una botella de Malbec Pirulo 2004 y este tipo de consumidor la observa más como si la scanneara que con verdadera voluntad de consumo. Al rato, tiene un veredicto: recuerda que las uvas de esa temporada, especialmente en la zona alta –donde Pirulo tiene el viñedo- no fueron las mejores. “Una helada tardía –explica- eso fue lo que las malogró, seguido de un verano lluvioso para el promedio. Pero Pirulo es buen productor, así es que hizo el vino igual. Pero la 2003… ojalá estuviéramos probando ese vinazo” dice el especialista entornando los ojos con nostalgia. Y nos hace sentir unos desgraciados, lejos de la flor y nata que esconde Pirulo.

Dime cuánto vales y te diré quién eres: de todos los tipos de bebedores más molestos, es el único con el que se puede ser verdaderamente indulgente. Sobre todo porque equipara su gusto con el dinero que le cuesta, y generalmente lo tiene claro. Descorcha siempre por precio, que es el único dato que tiene de los vinos: cuanto más caro, mejor, piensa. El problema es cuando esta tipología se da con gente sin dinero, que somos mayoría. Ahí llega a ser frustrante.

Esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 27 de noviembre de 2011.

20 de noviembre de 2011

¿Hacia adónde van las burbujas argentinas?

Fuera de Europa, el nuestro es el único país con un alto consumo de champañas y una oferta sofisticada. Ahora los espumosos parecen entrar en una nueva fase de su desarrollo. Pistas para entender qué beberemos en el futuro cercano.


El mapa de las burbujas a nivel mundial ofrece una curiosidad: un remoto país del sur, famoso por sus crisis y jugadores de futbol, tiene uno de los mercados de consumo más sofisticados a la hora del brindis. Un mercado que no tiene ningún otro país fuera del continente europeo y que, a ojos de los observadores, tiene una oferta de marcas compleja, diversidad de estilos y regiones productivas. Una situación tan atípica como intrigante. Al menos, visto desde afuera.

Desde acá, la cosa es más sencilla. En términos estadísticos los argentinos descorchamos 42 millones de botellas de champaña –una por habitante- en bautismos, cumpleaños, casamientos, pero sobre todo con las fiestas de fin de año: entre cañitas voladoras y petardos, bebemos prácticamente la mitad de las burbujas del año. Y cada año, también, el consumo gana un punto de sofisticación en calidad y precio.

En la última década, la cosa ha estado en plena ebullición: del puñado que lideraba Chandon, Mumm y Navarro Correas en los noventas, hoy la góndola ofrece unas 80 etiquetas que se reparten la misma torta. Jugadores como Norton, Nieto Senetiner, Santa Julia, Trapiche, Familia Schroeder y Dante Robino se ganaron su lugar en podio. Pero no son las únicas.

Todo un ejército de burbujas champenoise–elaboradas por el método tradicional de fermentación en botella- fueron, copa a copa, asegurándose un lugar diminuto en el mercado, pero lugar al fin. Y así la góndola de espumosos cambió su naturaleza en poco tiempo.

Si hasta 2001 los Extra Brut marcaban el pulso del consumo, en 2011 el abanico gustativo se abrió hacia rosados, natures, dulces naturales y cosechas tardías. Las variedades finas como Chardonnay y Pinot Noir pasaron a ocupar el centro de la escena gustativa y los espumantes de media y alta gama ofrecían un panorama tal que sorprendía a un observador foráneo acostumbrado al pesado prestigio de las casas europeas.

Nuevos pasos espumosos
Con todo, una realidad es evidente: se dinamizó la oferta, pero el consumo permaneció planchado en 40 millones de botellas. Es decir que, mientras la oferta creció, los mismo consumidores a lo sumo cambiaron de marca pero no bebieron más, ni aumentó el número de bebedores. Y en lo que al negocio respecta, las marcas se robaron participación entre sí.

Pero ahora la situación pareciera empezar a cambiar.
Las principales casas productoras –que se entienda, las que tienen instalaciones champagneras, que son las menos- comienzan a evaluar acciones para hacer crecer la torta. Así al menos piensa Chandon, que empezó a afilar sus argumentos y a observar con cariño a los consumidores del interior del país, grandes olvidados en los últimos años, o a explorar nuevas formas de consumo, como tragos y cócteles.

Conviene saber que el líder del mercado fue, a primeros de los años ochentas, el que “inventó” la forma argentina de beber espumosos, con una paciente inserción del producto en los hábitos de consumo, ya que hasta esos años los espumosos casi no existían en las mesas argentinas. Que ahora busque reinventar ese éxito es una buena noticia.

Mientras tanto, el resto de los productores, de Norton a Bianchi y Dante Robino en Mendoza, y Familia Schroeder como única casa patagónica, apuestan por tentar a nuevos bebedores con productos atípicos: los espumantes dulce natural en el caso de la casa Schroeder y Norton –con Deseado y Cosecha Tardía, respectivamente-, o con una apuesta seria por la noche, donde Novecento avanzó de la mano de bebidas energizantes.

Y el resto de los jugadores apuesta por ganar un punto ascendiendo en la escala de precios: ya hay marcas en la estratósfera como Rosell Boher, cuyo milesimé asciende a 300 pesos la botella, o Nieto Senetiner con Cadus, que roza los 200. O que buscan cautivar con espumosos tintos o de variedades raras, como Alma 4 con su Bonarda. Así las cosas, al menos hoy un dato es seguro: de aquí en más, a la hora del brindis y las cañitas voladas, el bebedor de burbujas tendrá que buscar y hallar su gusto.

Esta nota fue publicada en La Mañana de Neuquén el domingo 19 de noviembre de 2011.

14 de noviembre de 2011

Qué vinos beber con una picada perfecta

La pasión argentina de reunirse a picar se renueva con la llegada del calor. Ahora quesos, fiambres y delicatesen llegan a la mesa. En esta nota los mejores vinos para una picada.


La picada es una pasión argentina. Mezcla rara de tradición culinaria europea y asiática, la idea de poner muchos platitos sobre la mesa, cada uno rebosante de exquisiteces que se toman con la mano –o con escarbadientes si se es un poco más “fino”-, cada verano ocupa el podio de las fantasías gastronómicas más típicamente argentas.
Pero la picada no es una comida en el sentido tradicional: si es espontánea se arma con lo que hay; pero también es una comida que, planificada al detalle, ofrece  una enorme cantidad de matices y texturas, que la hacen complicada a la hora de maridar con vinos. Según sea el tipo de picada, los vinos cambian. A continuación recomendamos los mejores ingredientes y sus respectivos de vinos para hacer realidad la fantasía de una picada perfecta.

Picada al paso: es el tipo de armado instantáneo, que lo único que demanda es tener en un buen chorizo de campo y algún trozo de queso, de esos que maduraron en la oscuridad fría de la heladera. En este caso, el truco para darle un toque gourmet está en usar tostadas y raspar algunas con un diente de ajo. Esta picada se arma en pocos minutos y no reclama compras específicas de bebidas. Los vinos que mejor se ajustan son los que se compran por caja en el súper y que están siempre a mano. Por ejemplo: Estancia Mendoza Merlot Malbec 2010 ($18), Trapiche Malbec 2010 ($22), Michel Torino Colección Tannat 2010 ($23) y Finca Las Moras Chardonnay 2010 ($25).

Picada con premeditación: es la que se arma cuando un grupo de amigos decide juntarse en casa de alguien. Suele hacerse a la canasta –es decir, con lo que cada uno lleva- y la que, con un poco de organización, puede obrar maravillas. Es importante contemplar la compra de un queso blando y uno duro (Gouda, Grouyer y Sardo; Sancor está muy bien, llegado el caso); un salame picado grueso (Cagnoli, por ejemplo); a las que se le suman ciertas exquisiteces de supermercado como un fuet –ese salamín largo y sin piel que está de moda-, aceitunas verdes; unas cebollitas encurtidas; y pan fresco. El viaje al súper amerita indagar en la góndola de los vinos y proveerse de, por ejemplo, Dos Fincas Cabernet Merlot 2010 ($40), Saurus Malbec 2009 ($42) y Infinitus Malbec Syrah 2009 ($44). Todos vinos de un frutado elegante y con paladares apto para todo público.

Picada con premeditación y alevosía: una picada así no se arma de un momento a otro. Es el tipo de preparación que arranca un día antes, en una casa de fiambres y quesos, con una cuidadosa elección del material. El plan arranca otra vez por la selección de quesos: una cuña de brie y un mini camembert (buenos y accesibles son Wapi y Pre Vert, respectivamente), a los que se les sumarán un peppato (La Suerte tiene uno muy rico), y un reggiano duro, perfecto para servir, una parte desgranado, y otra parte rociado con oliva y romero.

A los quesos hay que sumarles ciertos fiambres especiales, como una bresaola –parece bondiola, pero tiene menos grasa- como Sello de Oro; un salame de campo de Colonia Caroya o mercedino. Y si el plan va por el lujo, unas láminas de jamón crudo serrano español, que se consigue hoy a relativo buen precio (unos 260 pesos el kilo).
La selección amerita sumarle pistachos, castañas de cajú, damascos e higos, además de aceitunas negras griegas, que conviene servir con oliva y unas gotas de limón.

En cuanto a los vinos, contra todo lo pensable en el imaginario local, por la complejidad de sabores es mejor descorchar blancos, por su inmejorable cintura para los quesos y fiambres de todo tipo. Etiquetas como Killka Chardonnay 2010 ($35),  Saurus Chardonnay 2010 ($37), Sophenia Chardonnay 2011 ($80) serían excelentes ejemplos de elegancia y frescura. Y para el bebedor de tintos que no quiera dar el brazo a torcer, le recomendamos Yauquen Malbec 2010 ($45), Kaiken Malbec 2009 ($45) o Alta Vista Premium Malbec 2009 ($59), cada uno mejor que el otro en materia de paso envolvente y jugoso.

Esta nota fue publicada el domingo 13 de noviembre de 2011 en La Mañana de Neuquén.