Lo tenía de oído, me lo habían comentado algunos chefs, algunos colegas ponderaban su comida, pero seguía sin conocer La Locanda, el restaurantes que abrió sus puertas hace siete meses en el coqueto barrio de Recoleta. Pero esta semana se alinearon los planetas y, como siempre que suceden este tipo de fenómenos celestes, fui y los resultados fueron sorprendentes.
Lo primero que hay que decir es que a La Locanda se va a comer: nada de porciones para anoréxicos, ni bocaditos con nombres copiados de algún menú trendy. Por el contrario, la cocina del joven chef Daniele Pina –oriundo de Cerdeña- apunta a lo que mejor saben hacer los italianos: dar de comer. Pero en su búqueda de llenar el buche, no se priva de aplicar lo que él mismo define –amplia sonrisa mediante- como “fantasía”: una cuota de ingenio gourmet aplicado a lo que haya ese día en el mercado y a cocciones en en el acto (incluso las pastas que pedís te las amasan y cortan a la vista) que le da una pátina de frescura e imaginación a los platos.
Eso explica, al menos, que no haya carta oficial sino un papel escrito con buena caligrafía en el que, a diario, sientan las bases de una reputación que sale de la sartén y las ollas. Pero vamos al grano. ¿Qué comí?
Los platos están escritos a mano porque cambian a diario.
Pasada la recepción, que es con una copa de un champagne honesto y acompañada de dos láminas de bondiola y rúcula –con pan de la casa- probé un excelente antipasto y un inmejorable plato de pasta.
El antipasto estaba compuesto por una burrata bien condimentada con oliva y pimienta, flanqueada por verdadero Prosciutto de Parma y Speck –una suerte de jamón ahumado con eneldo, típico del Tirol-, de una admirable calidad y textura fundente; tomates secos, berenjena asada, unos gajitos de palta y hojas de rúcula fresca. Conviene detenerse en los tomates, deliciosamente hidratados con vinagre, y en la berenjena, apenas ahumada. Sin los fiambres –que cuestan un ojo de la cara- por esta entrada vas a pagar 80 pesos. Es para compartir.
Abundante antipasto. La foto, doy fe, no le hace plena justicia.
De principal Pina eligió –no nos dejó elegir a nosotros- la pasta fresca y rellena ($90): unos capalletis más grandes –cuyo nombre, de la emoción, no registré y no logro recordar ahora- rellenos de ricota y espinaca, y acompañados por una ocurrente salsa de tomates con langostinos, ajo, peperoncinos y alcaparras enteras. Todo, rematado con perejil y albahaca fresca. Realmente un plato muy bueno y abudante, que sirve en unas grandes cazuelas de barro, y de cuya receta daremos la receta en otro post.
Pina amasa los fettucine para una de las mesas.
Le toma un minuto obtenerlos desde el bollo.
Las opciones de vino son acotadas pero bien elegidas. De cualquier manera, Pina ofrece el vino que le gusta a él. En eso, no escapa a su origen tano. Y como buen restaurante italiano es una mezcla de cantina y despensa, a la que podés ir con tus amigos después de un día de trabajo y comer y beber y charlar, o bien ir con tu pareja en un divertido plan gourmet, pero no íntimo. Amargados y chinchudos, abstenerse.
Para más datos, los miércoles realizan cenas "sardas" con menú degustación de 10 o 12 pasos maridados con vinos. Si te interesa, reservá.
Abre de martes a domingo, mediodía y noche.
José León Pagano 2697 // Tel: 4806-6343