7 de junio de 2011

Par de cebollas asadas: crónica de un viaje hacia el sabor

Chiolé, camino a Cole Cole. Esta foto me la robé de acá.

La cebolla es siempre la mala de la película: es ácida, hace llorar y huele como la peste. Pero eso es porque se la come cruda o saltada, y muy rara vez asada. Asada la cosa cambia: la cebolla es dulce, de un elegante sabor sosegado y caramelizado, que con un hilo de oliva se transforma en un manjar simple y perfecto.

Para mi, este fue un descubrimiento tosco aunque inolvidable. Corría el verano de 1996 y con mi hermano habíamos llegado a la isla grande de Chiloé siguiendo el instinto y la suerte del dedo pulgar. Después de rodar unos días por el norte de la isla –ordeñamos vacas en un tambo y bebimos leche cruda, dormimos en un prado de margaritas junto al mar y comimos mariscos crudos en el puerto de Ancud-, torcimos hacia el oeste, al Parque Nacional en Cucao, con el plan de vagar por su insólita combinación de playas y bosques.

En esta región del mundo suceden cosas raras. De partida, la noción de meteorología no existe, y llueve y sale el sol al menos una decena de veces al día. Pero es no es todo. En las ciénagas que se forman entre los médanos de las playas crecen unas frutillas diminutas y deliciosas, que hay que buscar para probarlas. Y más allá de los médanos, los bosques trepan las laderas de las montañas y son tan densos y oscuros que da miedo transitarlos en pleno día. De hecho, Chiloé tiene su propia mitología sobre monstruos y aparecidos en esas oscuridades.

Escuchando esos cuentos de aparecidos en un bar supimos de Cole Cole, una bahía exquisita y virgen a unos 20 kilómetros al norte del Río Cucao. Con esa mezcla rara de inconciencia y voluntad que sólo se tiene a los 17 años, nos lanzamos a pie por la playa, con medio paquete de arroz en la mochila y un puñado de pasas de uva en los bolsillos.

Cole Cole, visto de arriba. La foto me la prestaron acá

La caminata fue áspera: el viento de la mañana levantaba la arena fina y húmeda y nos impedía ver para dónde íbamos, mientras que el rugido del mar hacía imposible hablar entre nosotros. Cucao no tardó en desaparecer en la bruma y todo fue un caminar de topos, a tientas, siguiendo la línea de la costa. Cada tanto, veíamos huellas de caballos en la arena que se perdían hacia la línea de árboles, o nos deteníamos a observar a las gaviotas que pasaban sobre nuestras cabezas como flechas estilizadas, disputándose el espinazo podrido de un pez o la carcasa rosada de un cangrejo.

Al verlas comer, nuestras panzas crujían. No teníamos más que agua y pasas para el trayecto. De modo que nos propusimos avanzar hasta Huantemó, un caserío que habíamos visto en el mapa, con la esperanza de conseguir un plato caliente. Pero la realidad siempre es otra comparada con los deseos: Huantemó no pasaba de ser tres casas de chapa cobijadas contra los árboles del bosque, aisladas unas de otras, y en cuyas chimeneas no había ninguna señal de humo. Decidimos volver a la playa y allí nos topamos con dos vacas gordas, hundidas hasta sus rodillas en el océano, que comían sosegadas largas algas marinas como si se tratara de finos spaghettis. 

Apretando los dientes, mi hermano dijo:
-Comería una olla gigante de fideos calientes.
 
Nos reímos. Veíamos señales de comida en cada cosa. Teníamos hambre y sabíamos que era imposible comer nada que no fueran pasas hasta Cole Cole. Allí armaríamos la carpa, y a resguardo del viento y la lluvia prepararíamos un engrudo desabrido y blanco hecho de arroz.

Así son los alrededores de Cole Cole. La foto vino de acá.

Decidimos redoblar la marcha y en menos de una hora y media desembocamos en una la bahía paradisiaca, desierta y fría, a la que le daban vida miles de pájaros diminutos que saltaban entre las ramas de los árboles. Eso era Cole Cole.

Armamos la carpa en el primer lugar que nos pareció bueno, entre radales y arrayanes. A última hora de la tarde la atmósfera del bosque era oscura y ominosa y la lluvia repiqueteaba en el cubre techo tirante como si batiera el parche de un tambor. Encendimos el calentador, pusimos el agua que habíamos juntado en el río y esperamos a que hirviese oyendo la lluvia. Nuestra única meta era entrar en calor. Comer algo. Estábamos por echar el arroz a la olla, cuando se coló con el viento un aroma inesperado: un perfume cálido, de hogar, que flotaba entre los árboles. Algo cordial, como de rescoldos asados. Delicioso y enloquecedor en esas circunstancias: el tipo de fragancia que suelta una cebolla cocida al fuego.

No podía ser. ¿De dónde vendría?
 
Salimos de la carpa y nos pusimos a seguir su rastro en el aire. El viento se colaba entre los troncos y nos engañaba: venía de aquel claro, de aquel otro, de más allá. Fuimos hasta la base de la montaña y recorrimos cada rincón de la playa hasta que, exhaustos y embrutecidos por el jugo que humedecía nuestras bocas, nos dimos por vencidos. Nos quedamos de pie sobre la arena, iluminados por un sol muy naranja que se hundían sobre la agitada línea del océano, más allá de la rompiente. Al menos teníamos nuestro atardecer de postal.
 
Desganados y molestos, empezamos a caminar hacia el campamento. Pero a mitad  del trayecto, como una sorpresa de telenovela, nos topamos con la fogata extinta. A su alrededor el pasto estaba aplastado en forma de rectángulos. De la mancha de hollín en el suelo provenía el tenue aroma que nos tenía locos. Con unas ramas revolvimos las cenizas mojadas que, más abajo, donde ni el frío ni el agua habían llegado aún, escondía unas brasas encendidas. Entre ellas había también dos grandes cebollas: asadas a punto caramelo, fragantes y tentadoras. Nos las comimos sin pensar, sin esperar a que se enfríen realmente, quemándonos las encías. El gusto era primitivo, salvaje, de gloria.
 
Desde entonces, la cebolla es lo mejor que me puede pasar en la cocina. Especialmente si hago un asado. Nomás prender el fuego tiro un par directamente a las brasas. La técnica más pura, la que da mejor resultado, es dejarlas un rato para que se chamusquen; cuando están blandas adentro, las saco y espero a que se enfríen. Luego las pelo, las riego con oliva extra virgen y les sumo un poco de sal gruesa o entre fina. Con eso basta para encender el rescoldo de aquel viaje en la memoria y darse un paseo imaginario por las playas vírgenes de Chiloe.

4 comentarios:

Fabian Mitidieri dijo...

Me llevaste nuevamente a Chilohé y al puerto de Ancud. Yo no fuí a dedo pero si en colectivos y sin plan determinado por el sur de Chile de luna de miel. El principal recuerdo es haber comido ostras crudas con limón y una botellita chica de un blanco bastante ácido en Ancud, el lugar no era muy bueno pero la comida parecía tan rica como las cebollas asadas que contas.
Excelente la nota.
Abz

Joaquin Hidalgo dijo...

Fabián

gracias por tu aporte. Lo mío fue menos chic, en vez de ostras, comí mejillones y choritos con limón. Todo lo demás, fue alucinante.

Abrazo.

reina dijo...

Excelente crónica de viaje.Sent´como si la estuviera viviendo yo.

Joaquin Hidalgo dijo...

Gracias Reina, me alegra mucho que te gustara la crónica y que pudieras viajar con el texto.