4 de abril de 2011

Historia de una mina

 
La foto pertenece a la región que describe el texto, la robé de Panoramio. Linkea.

Al este de San Petersburgo hay una extensa llanura que el Niva parte en dos grandes campos. Hasta donde alcanza la vista, en verano el blando discurrir del río es una cinta negra serpenteando en la continuidad del trigo y los densos bosques de abedules forman islas verdes en la llanura de oro.
Hace muchos años, sin embargo, el paisaje era muy distinto. En medio de la II Guerra la llanura era una mortífera extensión yerma surcada de alambre de púas. Una planicie bombardeada en la que los alemanes enterraron miles de minas. Minas de hierro, ciegas de odio y pólvora a la espera de un soldado ruso. La mayoría lo encontró y llenó el aire con el acre olor de las explosiones. Otras no, y fueron retiradas cuando llegó la paz. Pero unas raras, poquísimas y muy bien escondidas bajo la superficie, todavía duermen el largo invierno boreal o sienten el sol tibio que enciende los campos en los interminables días del verano.
Una de ellas se encuentra en el linde de un denso bosque. Desde donde está, pudo ver cómo el paso de las estaciones rellenó los cráteres y cómo el verde cubrió con una mansa alfombra las heridas de la tierra. Para ella, esa larga cicatrización fue muy dolorosa. Se decía “aquí nadie me va a encontrar”, o “este no es un lugar en que pueda cumplir mi destino”.
Pero el tiempo pasó y los años oxidaron el odio de la mina. Estación tras estación, fue hundiéndose y el canto de los pájaros le resultó cada vez más lejano, la tierra perdió sus variaciones de temperatura y nuevas generaciones de roedores cavaron túneles a su alrededor. Uno de esos túneles hoy sirve de madriguera a unos conejos.
Ahora la estación fría llega a su fin. Los campos nevados en los que brotará el trigo ceden su blanca superficie a los charcos de barro, mientras la savia hincha las yemas de los árboles y los tallos verdes emergen en las cunetas por las que el agua corre hacia el Niva. La mina puede percibirlo. Es como una letanía que desciende desde la superficie, por los poros de la tierra y siguiendo las raíces. Y agudiza el oído para oír el canto de los pájaros: para su sorpresa, escucha una dulce voz que canta en ruso.
En efecto, una muchacha canta distraída a poca distancia de donde se encuentra la mina. La canción es una vieja marcha de guerra, que los soldados –su abuelo fue uno de ellos- solían entonar con la estrella boreal girando en las noches de 1941 y 1942. Noches duras, en las que podía oírse el motor potente de los Stukas o el silbido de un obús afinando la puntería. Un silbido que la mina recuerda a la perfección, terrorífico y lacerante.
Pero la muchacha nada sabe de los obuses, ni de la mina que espera a unos centímetros bajo tierra. Ella se pasea entre los árboles buscando un claro en donde sentarse a tomar el sol. La mina quisiera advertirle que ese lugar es peligroso, que no es para una muchacha en la flor de la vida. Y sin embargo ella se acerca mientras canta. Incluso encuentra una mancha seca en la hojarasca y sin dudarlo toma asiento.
En ese momento, un conejo alza las orejas en la madriguera. Él lo ha escuchado: un ruido metálico, como el que produce un resorte al soltarse. Por precaución comienza agitar sus piernas contra el suelo. Con su zapateo alerta a los otros conejos de los túneles: les dice, atentos, algo puede ocurrir. Lo que no sabe el conejo, porque ignora la presencia de la mina a pocos centímetros de su cueva, es que su retumbar provoca una sutil, casi imperceptible vibración para el mundo, menos para los conejos y las minas.
La mina también percibió con terror el primer desplazamiento de la espoleta. Pensó que nunca sucedería una cosa así, el clic fatídico que liberaría el mecanismo de la muerte. Tampoco creyó posible el segundo instante, el vacío que llegó después, cuando el resorte saltó sin fuerza a causa del óxido, no alcanzó a insertar la clavija hasta el fondo y el sistema quedó a medio camino. Pero ahora el fenómeno es distinto. Ella siente cómo la clavija comienza a agitarse con la vibración producida por el conejo. La percibe deslizándose hacia abajo, como tantas veces anheló mientras retumbaban las botas de los soldados. Pero contra todo lo esperado una visión la llena de horror: la muchacha no es un soldado.
Ella está llena de vida y a las puertas de una primavera que promete campos de oro bajo el sol. La mina puede darse cuenta. Y sin embargo la clavija desciende de a fracciones de milímetro su camino hacia el final. Avanza ganando un terreno incalculable al ojo humano, pero avanza de forma implacable. La mina quiere contener su detonación, quiere romperse y evitar que estalle en mil esquirlas y para eso le gustaría tener otra voluntad que la de un destino fatal. A fin de cuentas, los años de los cañones han terminado y ella no es otra cosa que una fracción de olvido en un campo olvidado.
De pronto el conejo deja de agitarse y la clavija cesa su camino. Se producen una pausa. Una breve pausa en la que el mundo parece detenido a excepción de los pájaros que se agitan en las ramas de los abedules. La muchacha los observa aletear contra el cielo celeste y tentada de verlos mejor se pone de pie. Nadie en su sano juicio podría decir que se trata de una acción peligrosa. Es solo una muchacha levantándose. Y sin embargo, en ese preciso momento la clavija toca la espoleta y se produce la explosión: un rugido que parte el hierro, desintegra el suelo en su instantáneo camino de ascenso, y como un geiser de fuego acaba con todo lo que encuentra a su paso.
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La escena, desde la isba en la orilla del Niva, es la de una nube de lodo y nieve que se eleva y se deposita en unos segundos. Los mismos segundos que tarda en llegar el trueno de la explosión y los perros ladran alertados en la granja. “Algo ha pasado”, dice el granjero y abandona el corral llamando a su hija.

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