1 de agosto de 2009

Las mujeres hacen cosas raras a veces



-¿Te puedo contar algo?
Dijo el taxista sin que hubiera recorrido más de una cuadra desde que salté al asiento trasero. El tipo miraba por el espejo como esperando que le diera pie para hablar. Tenía cara de querer hacerlo. Realmente lo necesitaba.
-Seguro.
Dije, y bajé un poco la ventanilla para que el aire de la noche recién llovida de Buenos Aires le pusiera un poco de fresco a lo que vendría. Por cómo había empezado este viaje, iba a necesitar aire.
El taxista alzó la mano de la palanca de cambio. Sostenía un teléfono celular en ese espacio que se abre entre los asientos delanteros, a la altura de los apoya cabezas.
-Recibí un mensaje recién.
Sacudía el aparato como si quisiera hacer que el mensaje rebotara dentro.
-Quedé asustado.
-¿Por qué?
-Una mina que llevé hace un rato a una casa en Belgrano.
Estábamos en Palermo, lejos ya de la mina. No veía cuál pudiera ser el temor. Avanzábamos por una Santa Fe trabada, ganando centímetros a fuerza de stacattos movimientos del taxista. Pregunté:
-¿Qué decía el mensaje?
-Que me dejara de joder. Que su papá es comisario y que tiene el número del taxi y el de mi teléfono.
El tipo no esperó a que ordenara mis ideas. Empezó una ráfaga veloz de su relato, una ráfaga en la que este taxista joven, de unos treinta y pico, barba candado, camisa desabrochada y corbata reglamentaria, había llevado a una mina desde Boedo a Belgrano. Un viaje que prometía ser uno más, hasta que ella comenzó a indagarlo.
-Quería saber si estaba casado.
Dijo. Y aprovechó que estábamos detenidos para dejar el celular en ese compartimiento que hay sobre el estéreo en algunos autos. De ahí tomó otro y lo abrió. Volvió a mostrarlo entre los apoya cabezas, abierto.
-Mi mujer y mis hijos.
Era una mala fotografía. Podía verse, sin embargo, a una muchacha con dos criaturas colgadas de los brazos. Ellos llevaban camisetas de River y ella, en cambio, vestía de negro.
-Le mentiste.
-Al contrario –aclaró doblando en Julián Álvarez- si hay algo que le calienta a las pendejas es que estés casado: un polvo y te olvido, flaco. Y le mostré la misma foto. ¿Sabés que hizo la turra?
Dejó el celular junto al otro. Lo observé, interrogante.
-Me pidió el teléfono para verlos de cerca.
-Le habrá intrigado.
-¿Qué? No habrá pasado un minuto mirando la foto que me dijo: “te anoto mi número acá, parecés un tipo piola.”
-Bien.
Admiré. A nuestro lado se detuvo otro taxi. Llevaba una mujer guapa, aún en la penumbra de la cabina o quizás por ello. Hablaba por teléfono. La imaginé conversando con un tipo como este taxista o con mi médico. La historia del médico había sucedido unas semanas antes. Fui por un dolor de cuello, cuando en medio de la consulta comenzó a sonar un teléfono al que el traumatólogo parecía no escuchar. Sonó unas diez veces. Luego volvió a sonar, hasta que el profesional pidió disculpas, se puso de pie y caminó hasta la pared del fondo. De atrás de la cortina había tomado un teléfono pequeño y dicho algo así como “después te llamo, estoy con un paciente”. Sobre la mesa, junto al recetario, descansaba el teléfono oficial.
-No en ese –interrumpió mi recuerdo el taxista, hablándole a la pasajera que había llevado hacía un rato- anotalo acá.
Le había dicho. Y levantó el otro aparato para mostrarme en cuál debió haberlo hecho.
-Este es el de trampa.
Cambió el semáforo y los taxis arrancaron. La mujer del teléfono desapareció ni bien su auto dobló en la esquina. Era noche de viernes y en la ciudad serían miles los que arreglaban, celular en mano, algún refriegue.
-¿La llamaste?
-Primero le mandé un mensaje, para no asustarla –explicó con cancha-. Cuando se bajó me dijo que la llamara mañana. Pero mirá si me habrá dejado caliente la pendeja que diez minutos después le mandé un mensaje.
-Valdría la pena.
-Más o menos. Igual si una mina te anota su número así ¿vos qué hacés?
-Supongo que la llamaría.
El tipo me miró como si no hubiera otra posibilidad.
-¿Sos casado?
-No.
-¿Tenés pareja?
-Sí.
Sus preguntas me incomodaban.
-Pero no tenés pinta de tramposo.
Dijo subrayando la idea con las cejas en alto. ¿Pinta de tramposo? Miré mis zapatos gastados, mi pantalón verde a rayas y mi remera negra, algo corta.
-Sospecho que no.
-Yo soy lo más pirata que hay.
Y tirando de una cuerda imaginaria, agregó:
-La bandera negra siempre en alto.
Sonreí.
-Me imagino.
El auto frenó en seco, apenas unos centímetros del paragolpe del que iba delante. El cuento distraía al taxista. Abrió uno de los celulares y volvió a alzarlo para que lo viera. Era un mensaje. No alcanzaba a leerlo.
-¿Vos qué pensás?
-¿De qué?
-Para qué anotó el teléfono si después me manda este mensaje diciéndome que me deje de joder.
Pensé un segundo, mirando la noche por el vidrio abierto. En la fila de autos ninguno se movía. El que manejaba al lado, hombre de saco y corbata, fumaba y hablaba con un manos libres, la vista clavada en el semáforo. Detrás, sobre la vereda, un travesti echaba ojeadas de intensión a la fila de autos. Dije:
-Difícil saberlo. Si te cortó la cara después de darte el número, parece una reacción más histérica que calentona.
-Eso pensé yo.
Apretaba el volante con las manos.
-¿Pero para qué me amenaza entonces? ¿Para qué pone que el padre es comisario? De última que no conteste.
-Raro.
El que hablaba sin manos ahora reía.
-¿Le mandaste un sólo mensaje?
Pregunté cuando comenzábamos a movernos. El taxista dobló con la mirada fija en el travesti.
-Tres.
Lo miré a los ojos en el espejo:
-¿Tres mensajes?
-¿Decís que fue mucho?
-Parece, al menos. ¿Te los contestó?
-Uno sólo, el que te mostré. Eso es lo que no entiendo.
Encaramos la nueva calle, un empedrado.
-No sé. Las mujeres hacen cosas raras a veces.
Dije. Las luces de sodio barrían el interior del auto en una cadencia de péndulo. Se hizo un breve silencio y repetí en mi cabeza: las mujeres hacen cosas raras a veces. Por ejemplo, una escena de celos como la que había vivido en la mañana. Mientras me duchaba, mi pareja había buscado mi teléfono y revisado los mensajes. Cuando salí, estaba verde. Con el aparato en la mano, me gritó:
-¿Quién es Nada que ver?
Al primer ataque sobrevino otro:
-¿Así que salieron a las 12:10?
Hubo una pausa reflexiva. Luego mi carcajada la había descolocado y no había sabido cómo continuar. Nada que ver se llamaba el programa de radio con el que colaboraba cada jueves y, en efecto, habíamos salido al aire a las 12:10.
Con el coletazo del recuerdo, pregunté al taxista:
-Así que el secreto está en tener dos teléfonos.
-Obvio. Este –dijo levantando uno- es el oficial. Y este otro –señalando el que estaba en el torpedo, sobre el estéreo- el pirata.
-¿Y cómo lo escondés?
Sonrió como si se tratara de un beato franciscano en el momento de quedar inmortalizado por un pintor, las palomas incluso comiendo migas bajo sus pies:
-No se baja del auto.
-Todo bien planeado.
-Todo: lo cargo enchufándolo en el encendedor, el cable lo tengo guardado en un espacio que tiene el coche en el guiñe derecho y en el mismo espacio izquierdo dejo el teléfono. Lo guardo antes de llegar a casa.
El gesto ahora era triunfal. Un genio consagrado a las soluciones universales:
-Con tarjeta, de paso, para que no haya factura.
Vibró mi celular. Era mi pareja. Le expliqué que ya casi llegaba, que esperara un segundo más.
Quise saber:
-Como taxista, ¿tenés levante?
-¿Cómo? Acá ganás siempre.
-Hoy no ganaste.
Lo cargué.
Sostuvo la vista al frente por un momento, las manos en el volante.
-¿Será verdad lo del comisario?
-Cómo saberlo.
-Histérica.
Reflexionó para calmarse. Lo alenté:
-Debe ser mentira. Como buen pirata sabrás que rara vez dicen la verdad.
Sonrió.
-En eso tenés razón.
Se hizo un silencio prolongado. Un silencio lleno de historias que nadie contó. Un silencio en el que el auto fluyó como el aire fresco y húmedo que entraba por la ventanilla, por la noche y la ciudad, bajo las oscilantes luces de sodio.
-En la esquina.
Dije al cabo.
El taxi aminoró y se detuvo.
-Gracias, varón. Sabía que alguien me entendería.
Mientras cobraba, de pronto sonó un celular en el torpedo. Nos miramos.
-Suerte.
Dije por toda despedida y cerré la puerta al bajar.

4 comentarios:

Maumy G. dijo...

Esta historia me gusta desde que te la escuché la primera vez... Buenisímo, todo el texto cierra ferpecto.
Beso grande!

Joaquin Hidalgo dijo...

Lady Yin,

gracias por el comentario ferpecto... detrás del pseudónimo sospecho quién se esconde, pero claro, dejaré la pregunta en suspenso como están suspendidas a veces las nubes sobre el caribe.

Beso!

a propósito, no sabía de tu historia por entregas. Ya me pondré al día con la nieve. Recién empiezo.

Unknown dijo...

Hola Joaco, etuve leyendo tus crónicas, subí más! abrazo, Nico.

Joaquin Hidalgo dijo...

gracias falcioni. habrá más, sin dudas. Abrazo fuerte, amigo.