10 de agosto de 2009

La mirada de los perros


Para ver más fotos como esta, hacé click en la imagen. La pesqué en el sitio de una fotógrafa en flikrt. (chechu, no hay manera de escibirte en tus blogs)

Tenía 18 años y una ruta por delante. Una línea de asfalto que cortaba en dos la llanura, a cuyos lados se elevaban primero blandas lomas, luego cerros más escarpados y nevados. Los cerros tenían los picos hundidos en nubes grises y macizas como el grafito. Sus sombras se proyectaban en los faldones y creaban un curioso efecto Caravaggio, con fuertes y angulosos contrastes, que descendía hasta la llanura encendiendo sus coirones como el oro.
Una llanura dorada y al medio un tajo de asfalto, marcado con las cicatrices de varios inviernos: allá, a unos 150 kilómetros estaba Esquel. Tras lo cerros en tormenta, Cholila y el lago Rivadia. Y en la misma dirección en la que caminaba, el Bolsón.
Llevaba una hora y media andando. Cada tanto, cuando el viento cesaba, el ronroneo de algún motor llegaba lejano, amplificado por el silencio instantáneo, y en cualquiera de las dos direcciones podía aparecer un auto o un camión. Si venían del Sur, tanto mejor: quizás entonces me llevarían y esta soledad azotada por el viento podría llenarse con palabras. Palabras que no fueran dichas desde mi y para mi. Palabras de compañía, que era lo que me hacía falta en ese momento.
Pero nadie paraba ni hablaba.
Dos horas ya, andando desde el cruce en el que había saltado de un camión, y avanzando a ratos, a ratos descansando, había dejado atrás toda señal humana, más allá de la recta línea de la ruta que conservaba a mi izquierda.
Pensaba en el viento, en la tarde que avanzaba y en el hambre que crecía junto con las sombras, cuando no sé de dónde –no podría precisarlo siquiera en esa estepa- emergió un perro petiso y lanudo, avanzando con paso sistemático pero desconfiado. Lo vi a mi derecha, como salido de entre los coirones de la estepa, aunque seguro andaba tras mi olor desde hacía algún rato y ahora se acercaba algo más, tentado él también de compañía.
Nos miramos. Él bajó la cabeza.
Yo descolgué la mochila y lo invité a acercarse, estirando la mano y silbando apenas.
Puras reverencias, la barbilla contra las piedras del suelo el perro se fue acercando. Primero con rodeos, luego enseñando los dientes con esa rara mezcla de sonrisa y fiereza que tiene a veces los perros. Cuando estuvo contra los cordones de mis botas, le rasqué tras las orejas por todo saludo y él se dejó hacer, manso, elevando los cuartos traseros. Volteó al fin, para que le rascara la panza.
Entonces el viento cesó un momento y desde el sur llegó vital y serruchada la tos sostenida de un motor en trabajos forzados. El lanudo se enderezó en el acto y paró las orejas en esa dirección. Después fue y vino entre los pastos, festejando a su manera el encuentro mientras yo me ponía de pie y miraba cómo al principio un punto naranja cobraba la forma de un rastrojero, sobre el lago espejismo que flotaba en el asfalto.
Esperé a que se acercara y les hice señas, con menos esperanza que ganas de que me llevaran.
Lentamente el rastrojero derivó sobre la banquina, y más lento aún, se acercó hasta donde estaba yo. El viento se llevó el polvo y quedamos a escasos metros de distancia.
Para los tres paisanos de boina calada hasta las cejas que iban dentro, mi figura debía ser parte del paisaje en este tipo de parajes y momento del año: un viajero más que busca andar barato y experiencias que contar. Para el perro, en cambio, la llegada del auto era como la del mensajero que trae olores de otros campos y sus ruedas el correo perfecto. Se les fue al humo, las olió con ganas y orinó en una de ellas sin dilación.
Me acerqué a la ventanilla:
Voy al Bolsón, dije.
Subí, nomás. Te acercamos, dijo uno, pero bien podrían haber sido los tres al mismo tiempo. Salté en la caja y vi a dos paisanos más que iban tapados con una frazada raída, aún cuando era pleno verano y el sol brillaba áureo sobre las nubes, encendiendo sus contornos. Me acomodé contra el bulto que dibujaban las ruedas sobre la caja y le dije adiós mi nuevo amigo, mientras comenzábamos a rodar.
Hay que ver la mirada de un perro para saber cuál es el rostro de la tristeza y cuál el de la traición.

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