2 de julio de 2007

Vueltas increíbles del rodar salamín


Pocas cosas me maravillan tanto como los embutidos. Cumbre del sadismo y la racionalidad, rara vez se mira a estas piezas de increible sofisticación tecnológica como se debiera. Basta pensar que en un momento fueron tiernos chanchitos con cola de resorte, para que luego de alimentarlos calculadamente, gramo a gramo en la transformación mística del alimento en carne y grasa, les llegue el día fijado por calendario en las góndolas de la necesidad y la puja de precios. Eficaz, al cabo de un rampa ascendente el martillo los duerme para siempre y la trituradora -si es fina deja gruesos pedazos, los más fundentes al cabo en la boca- desmenuza toda vitalidad, reduciéndola al volumen racional y portable de la partícula. Entonces el plan se manifiesta en toda su maquinal factura: rellenar la propia tripa del porcino con lo que hasta recién era un rozagante cerdito, y atarlo a continuación con un piolín, seccionarlo nuevamente en porciones adecuadas a la venta. Comprado al peso, gramo a gramo en la realización de la carne como alimento, llegará a la tabla sobre una mesa inmaculada para oficiar el nuevo sacrificio simbólico, en forma de picada -nombre elocuente, si los hay-, para ser otra vez cortado, feta a feta, y otra vez razón de ajuste en las formas, hasta convertir un cerdito redondo y chillón en una rodaja a la medida del apetito portable de una mano. Tripa deshechada, la carne de inmediato es masticada y vuelta otra vez partícula ínfima, reducible, atomizada. Y todo esto, para no contar la parte del transporte, del matadero, de las polares cámaras frigoríficas donde espera transformarse en saciedad de la gula, medida en monedas contables y sonantes, que es lo que vale la pobre vida del cerdo.
Recuerdo que en San Juan, tiempo atrás, otro visionario del tema había inventado el Chanchoplán: en cómodas 12 cuotas se compraba un chancho que luego el frigorífico entregaba faenado en tiernas bondiolas, salamitos, dos voluminosos jamones. Una vuelta más en la las ya vueltas increíbles del rodar salamín.
Como se preguntaba el cerdito de ese otro dibujo, anterior a este, qué sabrán los chanchos de tanta economía de formas aplicada a sus propias vidas. Sospecho que nada. Sería terrible asistir al día de la rebelión y tener que pasar por la picadora. Orwell lo vio en su momento y es una suerte que los chanchos no sepan leer.

1 comentario:

Anónimo dijo...

pero, estoy seguro de que el chancho jefe de la rebelión de la granja de Orwell comía salamines y de picado grueso.Muy buena la descripción